He escuchado en alguna ocasión a determinados analistas políticos decir que con el nuevo Gobierno, nacido de la coalición que conforman un PSOE al que ya no reconozco y Podemos, se ha quebrado el principio de ciudadanía, ese que preconiza que todos, independientemente de en qué parte de este patio de Monipodio llamado España hayamos nacidos, somos iguales ante la ley. Es lo que tiene querer apagar independencias con chorros de dinero. Pero también entiendo que este callejón sin salida, a pesar de que Pedro Sánchez se haya mentido hasta a sí mismo, no se puede vadear si no es hablando con el otro y el otro, en este caso, es un señor con mirada de alucinado que se hace llamar president y que nos amenaza, cada cierto tiempo, con las siete plagas bíblicas si no accedemos a darle la independencia tal y como él pretende, pese a que la mitad de los catalanes, qué le vamos a hacer, se sientan españoles, aunque uno no sepa qué carajo significa eso hoy en día. La historia es que Pablo Casado, el niño bien, también tiene buena parte de culpa en lo que está ocurriendo y, en lugar de seguir subiendo ese monte en cuya cima están Abascal y los suyos, tal vez debiera centrarse y volver a clamar por la afluencia de votos moderados, que en España son legión, aunque como dice Pérez Reverte aquí, de vez en cuando, votemos con los huevos en lugar de con la cabeza. Una derecha moderna y democrática no debiera oponerse a una ley relacionada con la eutanasia, ni debió hacerlo con el matrimonio igualitario. Pero es mucho pedir que este tipo, que estaría llamado, en un país normal, a pararle los pies a un presidente tan poco fiable y peligroso como Sánchez, sepa estar a la altura de lo que necesita España. Si la carrera no le fue difícil culminarla, imagínense lo que debe pensar de su propia vereda política. También fue trágico que Ciudadanos se desinflara, tal vez por soberbia tal vez por incapacidad de gestionar las enormes esperanzas que muchos moderados pusieron en las manos de Albert Rivera. El partido bisagra y liberal, una vez más, se nos fue por el sumidero y ahora estamos en manos, tanto por culpa del señor de la Moncloa como de míster sonrisa Profident, de los nacionalistas catalanes y vascos y con un jefe del Ejecutivo central incapaz de mentar, en sus apariciones públicas, a la Constitución que tantos años de estabilidad nos ha dado. Decía hace poco el expresidente Felipe González que ahora hemos vuelto a la anormalidad histórica, la democracia de trinchera y del y tú más, que tantas veces nos hizo descarrillar, y que la excepción han sido precisamente estos cuarenta años de democracia, dado que los anteriores experimentos hechos en regímenes aparentemente liberarles, como la Restauración o las dos Repúblicas, ya sabemos cómo acabaron. Pilar Urbano, poco amiga de los Borbones, me dijo una vez en una entrevista que España necesitaba de un gran componedor, a la altura de Adolfo Suárez, que más que componer lo que hizo fue descomponer en once meses un régimen dictatorial, asesino y caduco. Cuando se refiere a componer, claro, lo hace señalando a componer mayorías, amplios consensos y acuerdos que nos permitan persistir en el camino de la reforma. Ahora lo guay es decir que hay que acabar con el régimen del 78, pero, sinceramente, las generaciones que no hicimos la Transición bien haríamos en reclamar un merecido protagonismo para llegar, con las reformas precisas, a ganar el mañana con cierta solvencia. Las generaciones mejor preparadas intelectualmente de la historia, y para muestra los nuevos líderes de los partidos, han demostrado que esa definición es holgadamente imprecisa y manifiestamente injusta. Debe abrirse ya la senda del diálogo para mantener lo que nos une. Si no nos caeremos, otra vez, por ese precipicio eterno que los españoles del 98 tan bien nos señalaron. Demos un paso atrás y hablemos.