Hace un par de noches, me desvelé. Ya nos decía don Alonso Quijano que «hay que comer poco y cenar menos». En aquella jornada que les refiero, les confieso de antemano que enarbolé el desacierto de no hacerle demasiado caso. Y allí estaba yo, agonizante y panza arriba, sobre mi cama, viéndolas venir en mitad de la madrugada y apuntando al techo con los ojos manga, que diría mi compadre José Antonio Sau. De lo perdido, saca lo que puedas, me dije. A fin de cuentas, la liturgia de las horas nos recuerda que "la noche es tiempo de Salvación". Desde mi punto de vista, lo mejor de las noches, o al menos de ciertas noches, ¡hoy día es todo tan relativo!, es que se derraman como patrimonio del silencio. Y la valía del silencio, entre otras tantas, aflora desde la indubitada premisa de que, cuando nos hallamos entre sus linderos, uno es tal cual es y no otra cosa. En mitad del silencio, emerge la propia conciencia: esa antiquísima autodación de cuentas con la que todo hombre se enfrenta a sí mismo desde que el mundo es mundo. Pero, si me permiten un paso más, me es inevitable derivar que, para todo aquel que sea creyente, el silencio también se alza como el incuestionable espacio donde brota la oración a fin de entrelazar nuestra relación con Dios, siempre tan misteriosa. No en vano, que no lo digo yo, sentenciaba Teresa, la santa de Calcuta: «El fruto del silencio es la oración; y el fruto de la oración es la fe». En cualquier caso, se crea o no en la existencia de Dios, desde el silencio, y no desde otro sitio, contrastamos con mayor o menor franqueza nuestra propia vivencia. Desde el silencio, hacemos paradas vitales, nos llamamos a la reflexión, encauzamos los comportamientos, respiramos como verdaderamente se respira y nos autoevaluamos frente nosotros mismos, frente a los demás y frente al mundo. Es quizá por ello que, en ocasiones, seamos tan esquivos ante el silencio y prefiramos derivar por otras sendas donde los ruidos propios y ajenos adormecen la crítica de nuestros propios actos, impidiendo que el mundo disfrute de la mejor versión que, de nosotros mismos, podamos ofrecerle; lo cual, sin ser demasiado exigente, no deja de ser, le pese a quien le pese, una clara miseria personal. Sin el silencio, sin pararnos en el camino a paladear o a tomar conciencia del paso de nuestra breve existencia a través de la frágil escala de las horas, los días y los años, la vida corre que se las pela. Ahora estamos, ahora no estamos. ¡Fiuuuuuuuuuuuu! El tren pasó ante nuestras narices y no nos dimos cuenta. Allá se fue, tras la colina, la fuerza viva y el fastuoso humo de su locomotora; allá se fue, muy a lo lejos. Si ignoramos el silencio, la vida se torna inercia, vaivén, sueño€ y los sueños, sueños son. Desde el silencio, nos juzgamos con tiempo, como versea Benedetti, siendo el único claro donde podemos llegar a perdonarnos a nosotros mismos frente al inevitable anecdotario de caídas que cada cual guarda en lo más profundo de su armario. ¿Acaso sería posible vivir sin redención? ¿Sin una redención moral que nos ayude a levantarnos?

Es por ello que el silencio, si bien atesora la potencialidad de moldearnos positivamente, por otro lado, también puede constituirse en un espacio de rechazo y sufrimiento para todo aquel que se haya dado por perdido. Hoy por hoy, se torna complicadísimo disfrutar las mieles y las hieles del silencio si uno no hace por buscarlas. Hay vagones de tren en los que ya se paga por el silencio y, desde la mayor de las paradojas, Alexa nos ofrece sonidos para dormir. ¿A dónde huir entonces? Aquí me sigo viendo, en mitad de la noche, consciente de la quietud. Salvo el leve murmullo respiratorio de mi esposa, todo es silencio.

El viento reza por el desfiladero de la Victoria, bailándole al silencio. Un claxon, desde el silencio, trompetea a lo lejos. Dos desarraigados canturrean, calle abajo. Derechos van a dormir la mona en brazos del silencio. Y yo puedo más. Ahora explosiona, bajo mi ventana, el camión de la basura. Dios lo fulmine. ¡Silencio!