Mi hermano Santiago y yo no nos hablábamos desde la adolescencia. De él, que era un poco mayor, heredaba yo toda la ropa. Fui un niño de segunda mano que jamás estrenaba nada, de modo que vigilaba con una atención especial cuanto se le compraba a él, pues tarde o temprano llegaría a mi cuerpo. Cuando estrenó sus primeros pantalones largos, le pedí, por favor, que los cuidara para recibirlos en buen estado. Lejos de eso, disfrutaba maltratándolos, sobre todo si yo estaba delante. Los primeros pantalones largos, en aquella época, constituían casi un rito de paso. Recuerdo el día que salí con ellos a la calle imaginando que todo el mundo me observaba con admiración, pese al estado en el que los recibí. Mi madre les había puesto rodilleras para tapar los agujeros de esa zona y estaban llenos de los costurones y los zurcidos propios de una mala vida.

¿Quién iba a mirarlos?

Yo los llevaba con orgullo y rencor. El orgullo de haberme convertido con ellos en un hombre, y el rencor se sentirme como un hombre usado. Jamás se lo perdoné a Santiago, a quien dejé de dirigir la palabra. La costumbre de no hablarnos se prolongó y se convirtió en hábito sin que nadie, increíblemente, se diera cuenta de ello en casa. Mis padres estaban demasiado ocupados en hacer frente a los problemas de la vida diaria y el resto de mis hermanos iba cada uno a lo suyo. Nos hicimos mayores y fuimos abandonando la casa paterna sin que el asunto entre Santiago y yo se arreglara. Habríamos necesitado, para ello, un intermediario que jamás llegamos a tener.

Seguíamos encontrándonos, siempre sin saludarnos, en las celebraciones familiares y en los funerales. Ni siquiera la muerte sucesiva de nuestros padres logró romper el encallamiento en el que nos habíamos instalado. Ninguno de los dos se atrevió nunca a dar el primer paso. La semana pasada falleció Santiago y acudí al tanatorio a dar el pésame a su esposa e hijos. Contemplé el cadáver a través del cristal durante unos minutos y le dije mentalmente que le perdonaba. Luego me eché a llorar con un desconsuelo excesivo que llamó la atención de propios y extraños. Les habría contado lo sucedido, pero les habría resultado increíble.