Piensa usted aguantar a sus hijos en exclusiva, o tendrán que soportarlos y convivir con ellos los compañeros de estudios y de trabajo? ¿Tiene usted el propósito de guardar a sus hijos del mundo, como los viejos campesinos o campesinas aislaban una gallina, metiéndola debajo de un maniego, macona o goxa? Como a sus hijos no los aguantará usted solo, debe reconocer que la sociedad, el Estado, deben colaborar con usted en la educación de la reciella filial. En parte, la sociedad complementará la educación familiar, en parte debe rectificarla. No tenemos derecho a contagiar a los hijos todas las necedades y caprichos nuestros, con transmitir unos cuantos es suficiente. Yo conocí un campesino que educó a sus hijos haciendo de ellos grandes trabajadores. Pero, además, el padre amantísimo convirtió a sus hijos en grandísimos especialistas en cambiar mojones en las fincas, sin dejar ni una partícula de polvo de rastro. El señor maestro y la emigración posterior hicieron de ellos unos ciudadanos ejemplares. Veamos dos ejemplos extremos. Cada 15 de agosto, desde 1986, se celebra en Badajoz un homenaje a las víctimas de la masacre dirigida por el teniente coronel Juan Yagüe, cuando, en los comienzos de la Guerra Civil, tomó la ciudad para los sublevados el 14 de agosto de 1936: «No íbamos a llevar detrás a 4.000 prisioneros» -declaró el militar a un corresponsal extranjero-, «así que, naturalmente, los ejecutamos, aunque debieron de ser algunos menos». José Stalin, en los últimos años de su vida -falleció en 1953- logró convertir en transitivo el verbo suicidarse; así, el anuncio de que se iba a enviar un coche negro a recoger a un ciudadano para interrogarlo era la señal de que sería torturado hasta la muerte. Por tanto, la mejor solución para el ciudadano convocado era el suicidio. De este modo tan refinado de matar resulta que miles de asesinatos figuran oficialmente como suicidios. Es inevitable que haya sujetos particulares que defiendan las ejecuciones llevados a cabo por el general Yagüe o por José Stalin, pero, a la vez, es necesario que haya un educación pública, donde la moral que se enseña a los escolares condene cualquier forma de homicidio y, sobre todo, que condene a los grandes asesinos.

El lugar clásico donde, en nuestra cultura occidental, se plantea el problema de la necesidad de una enseñanza pública, cuya última manifestación es la polémica sobre el 'pin parental', es la vida de Sócrates, patrón de todos los filósofos. Sócrates, en el s. V a. C., trataba de entablar, en todos los rincones de Atenas y con cualquier persona, conversaciones que motivaran a los ciudadanos a reflexionar sobre sí mismos y sobre los fines de su vida. Pero, consciente de que esa labor correspondía a una educación pública, no reclamaba dinero privado, sino que demandaba -sin éxito todavía- ser sostenido por el Pritaneo, es decir con dinero público, de las instituciones. La imagen perfecta de lo que debe ser la educación la daba el mismo Sócrates, cuando recordaba que, del mismo modo que su madre era partera de cuerpos, comadrona, él mismo era partero de almas. Es decir, el educador no debe tratar de imponer sus propias opiniones a los alumnos, sino facilitar los medios para que los escolares construyan sus propias ideas. Por eso, en las asignaturas más formativas, en las Humanidades, es preferible apoyarse en los autores clásicos, aceptados por todos y, muchas veces, más actuales que nuestros mismos contemporáneos.

Desde Sócrates sabemos que es necesaria una educación pública que ayude a que cada ciudadano construya con libertad sus propias ideas, y sea -con palabras de Unamuno- el novelista que imagine lo que será su propia vida.