La izquierda alemana viene desde hace tiempo acusando a las autoridades del país de excesiva complacencia con los grupos y organizaciones de ultraderecha frente a la dureza con que han perseguido siempre cualquier atisbo de violencia izquierdista.

Fruto del anticomunismo de la Guerra Fría, los sucesivos gobiernos, sobre todo, pero no sólo, los dirigidos por los conservadores han puesto el foco en la persecución del extremismo de izquierdas, haciendo muchas veces en otros casos la vista gorda.

Resulta cuando menos sorprendente en un país con el pasado de Alemania, que tiene sobre su conciencia la muerte bajo el régimen nacionalsocialista de seis millones de judíos, a la que hay que sumar el asesinato de otros cientos de miles entre gitanos, homosexuales, comunistas y minusválidos.

Como señalaba recientemente en un editorial el semanario Der Spiegel, ese pasado debería al menos haber servido para que las ideologías racistas no volviesen a prosperar en suelo germano, pero por desgracia vemos hoy claramente que no ha sido así.

Según reconoce el propio Gobierno de Berlín, desde el comienzo de la década de los noventa, cerca de un centenar de personas han sido víctimas de la violencia terrorista de ultraderecha. Y hay quien cree que la cifra es todavía más alta.

Los atentados de ese signo se han incrementado incluso últimamente: entre ellos están los cometidos contra políticos destacados por la defensa de los inmigrantes como la alcaldesa de Colonia Henriette Reker o Walter Lübcke, dirigente democristiano en el Estado de Hesse, la masacre llevada a cabo en un centro comercial de Múnich, con nueve víctimas mortales, o el felizmente frustrado contra una sinagoga en la ciudad de Halle.

El último en conmocionar a la opinión pública alemana fue el de Hanau, y tuvo como autor a un individuo cuya mente se había alimentado de ideas racistas y que se autoerigió, como les ocurre a otros asesinos de esa ideología, en ejecutor de la supuesta voluntad colectiva del pueblo contra una invasión extranjera que amenaza su pureza racial.

Tras este último atentado, que dejó diez víctimas, incluida la madre del terrorista, que la mató antes de quitarse la vida, los partidos demócratas, desde La Izquierda, el socialdemócrata y los Verdes hasta los cristianodemócratas y cristianosociales bávaros, responsabilizaron a la ultraderechista Alternativa para Alemania de haber creado un clima de odio en el país que favorece ese tipo de violencia.

Los dirigentes de ese partido, sin embargo, no admitieron responsabilidad alguna en lo ocurrido con el argumento de que la masacre de Hanau fue obra de un desequilibrado mental, de un paranoico, que no podía atribuirse ni a la derecha ni a la izquierda.

Con independencia de la posible responsabilidad indirecta en ese tipo de atentados, favorecidos por el clima de odio al extranjero, sobre todo si es de origen semita, que Alternativa para Alemania (AfD) ha creado en la sociedad germana, el país tiene, como reconoce Der Spiegel, un problema serio con el nazismo.

Desde finales de los noventa se han creado allí numerosos grupos de ideología racista y violenta con nombres como 'Gruppe Freital', 'Revolution Chemnitz', 'Combat 18', entre otros, que han sabido aprovechar la excesiva complacencia de parte de una clase política y un funcionariado que deberían tener por cometido evitar el surgimiento de esas sombras de un pasado que el país debería haber dejado atrás para siempre.

Hay que recordar que el encargado durante seis años de velar por el orden constitucional, el jefe de los servicios secretos internos, Hans-Georg Maassen, finalmente apartado de ese cargo, parecía simpatizar con las teorías conspiranoides de la extrema derecha y no dejó de relativizar fenómenos como la caza de extranjeros en las calles de algunas ciudades, sobre todo de la antigua Alemania comunista.

El problema es que gracias a AfD, que nunca duda en explotar demagógicamente los problemas, reales o no, derivados de la inmigración, el discurso racista ha acabado normalizándose en el país hasta el punto de que muchos se atreven a utilizarlo en la calle sin vergüenza ni tapujos.

Es lo que pasa también en otros países como los EEUU de Trump o con Vox también en el nuestro. Pero en Alemania, ese fenómeno alcanza, por su todavía reciente pasado, especial gravedad.