¡Guárdate de los idus de marzo! escribió @elasesinodelguadalmedina. Así que también había leído a Shakespeare. No sé qué gano yo con esto, contesté. Por muy buena que sea la historia, hay que escribir el libro, encontrar una editorial que quiera publicarlo... Haber empezado por ahí, me interrumpió. ¿Te parece bien 1.000 euros?

—¿1.000 euros?

—Por el primer capítulo.

Aquel dinero podía ayudarnos mucho a Aura y a mí. Si ese tipo quería pagarme esa cantidad por escribir el primer capítulo de su biografía, ¿qué había de malo en ello? Vivimos en un país libre donde cada uno puede gastarse el dinero en lo que quiera. Otros se gastan esa misma cantidad en una noche de fiesta o en un viaje de fin de semana. ¿Por qué no?

—Acepto —escribí.

Mil euros por escribir un capítulo. ¿Qué podían ser?, ¿diez, quince páginas? Era necesario acotarlo, no fuera que El asesino del Guadalmedina quisiera un capítulo único para su biografía de trescientas páginas. Mientras pensaba en esto, recibí una dirección. Pasillo del Matadero, 4. Instituto Social de la Marina. Desde ahí, verás un puente de hierro, escribió. Te dejo el primer pago en la orilla oeste, la más accesible. Pero tienes que llegar rápido. Antes de que lo haga la policía.

—¿En serio? ¿Vas a a seguir con esta broma?

Ahora sí, estaba seguro: nada de aquello era cierto. Había estado alguna vez en aquel puente, se podía llegar desde el paseo marítimo, por la zona de El bulto. Siempre había corredores o personas caminando. Si te detenías, era fácil que apareciera la policía o la vigilancia privada del Puerto.

—Sólo tienes una forma de saberlo —escribió.

Así que era eso: Fede, molesto porque no había seguido la fiesta con él, me dejaba un sobre escondido en el puente de hierro para hacer una foto de mi cara de idiota al abrirlo.

Ok, voy para allá, escribí. Total, no iba a entrar ningún cliente y estaba harto de colocar libros para volverlos a mover una semana después. Colgué el cartel de "Vuelvo en 5 minutos" que podría ser una hora porque cerca del puente de hierro había una cafetería donde se desayunaba muy bien y si, como suponía, Fede me estaba esperando en aquel puente, no le quedaría más remedio que invitarme.

Evité la calle Larios y bajé por calle Nueva hasta la Alameda principal, seguí por la calle Córdoba. Ya había gente comprando entradas en el Teatro del Soho, el teatro de Antonio Banderas. Qué bien se lo montan algunos, pensé. El tráfico era denso a esa hora. Camiones de reparto, oficinistas estresados, furgonetas estacionadas en doble fila, repartidores y mensajeros en bicicleta. Turistas haciendo carreras con patinetes eléctricos. Procesionarias de maletas rodantes. La vida. Eso dicen. El asesino del Guadalmedina no había dejado de enviarme mensajes. Una vez que empecemos, no podrás dar marcha atrás. ¿De acuerdo? Claro que sí, contesté, mientras esquivaba a una señora que también iba con la mirada clavada en su móvil. El problema es que tú novela aspira a ser Magnolia y el público quiere Instinto Básico, escribió. Le contesté que no le faltaba razón, pero que el verdadero problema era que acababa de poner como ejemplo dos películas. Sí y no, respondió. En el fondo tú haces lo mismo: contar historias. ¿No es eso lo que dices siempre? Touché, reconocí para mis adentros. Esa frase era mía, sin duda. Fede, estás muy lúcido para no haber dormido en toda la noche, escribí. ¿O es que la cosa se dio mal y te fuiste pronto a casa? Ignoró mi comentario y continuó su monólogo. Instinto básico, ese es el nivel. Sharon Stone cruzándose de piernas, Michael Douglas investigando un asesinato y tirándose a su principal sospechosa. Y tú escribiendo sobre las moscas. ¿Has visto A los gatitos ni tocarlos? Aquello me descolocó. ¿Fede había visto esa serie? Era demasiado reciente. Y de Netflix. Él nunca vería una serie como esa. Y, mucho menos, lo reconocería por escrito. Respondí que sí la había visto, pero que no sabía que él también.

—¿Recuerdas a Magnotta?

Magnotta era el asesino de gatitos que luego se convirtió en el carnicero de Montreal o de otra ciudad canadiense, no estaba seguro. Su película preferida era, precisamente, Instinto básico. Lo único que quiere es ser famoso, escribió. ¿De verdad que no lo entiendes? No me extraña que tu libro no se venda.

—Te voy a dar una colleja...

—A mí la serie no me gustó mucho —continuó—. El primer capítulo se me hizo un poco largo y se deja muchas cosas en el tintero. ¿Sabes que Magnotta se casó en prisión?

Tenía el puente de Hierro frente a mí. El río Guadalmedina llevaba algo de caudal. Atisbé las dos orillas, la más cercana a mí era la oeste. Busqué a Fede entre los peatones. ¿Qué esperaba encontrar?

—ESTOY AQUÍ —escribí.

—Perfecto. Sólo quería que supieras que tengo más clase que Magnotta. Yo también soy más de Magnolia. Y creo que, aunque tu novela no se venda, está muy bien escrita.

—Muchas gracias, Fede, pero el desayuno lo pagas tú...

—Por ahora no vamos a conocernos —me interrumpió—. Por mi seguridad, pero también por la tuya. Como te dije, el paquete está en la orilla oeste.

Magnolia, de Paul Thomas Anderson, es la mejor película que se ha hecho sobre el perdón. En la orilla había un bulto, un fardo de un metro por un metro envuelto en plástico de burbuja. Asistimos al desarrollo de las nueve historias y contemplamos la lluvia de ranas como si la película no pudiera tener otro desenlace. No podía distinguir qué había dentro del fardo. De la parte inferior chorreaba un líquido rojo oscuro que había impregnado el suelo y un sobre. Cosas que pasan, dice el niño prodigio que participa en programas de televisión. Magnolia es una película llena de diálogos memorables. Alguien había escrito en el sobre, en letras mayúsculas, "PARA MAYO".

  • ¿Qué te gustaría que hiciera Mayo?