Las bibliotecas son un libro de horas en el que el silencio se lee. A veces, también el fuego que sus voces apaga. Ha sucedido de antiguo, y con vergüenza reciente. En Nínive su rey Asurbanipal reunió 22.000 tablillas de arcilla con escritura cuneiforme por ambos lados. Cien años después Nabopolasar la destruyó como una forma de humillación al vencido, aunque de sus restos se salvó el poema de Gilgamesh, la obra narrativa más antigua de la humanidad. Lo mismo ocurrió con la de Pérgamo donde reposaban los manuscritos de Aristóteles, y que cultivó su rivalidad con la de Alejandría dedicada a la cultura verbal, mientras que su legado se extendía en la historia del arte de Antígono Caristeo; los viajes y epigrafía con Polemón de Ilión, y a la topografía con Demetrio de Escepsis. Saqueos, llamas, papiros y escritura entre el humo gritando en alfabeto sabio. De su caligrafía de dolor y vergüenza no aprendió la memoria de los hombres en combate. Una noche del 24 al 25 de agosto de 1992, un profesor de Poesía y Crítica de la Universidad dio la orden de disparar proyectiles de fósforo sobre la Biblioteca de Sarajevo. En sus salas Nikola Koljevic, que citaba de memoria a Shakespeare en inglés, había sido un amante ensimismado en la lectura. La guerra lo convirtió en el segundo al mando del ultranacionalista Radovan Karadzic, y la cultura pereció -otra vez más en la Historia- a la barbarie de las mismas manos que poco tiempo antes habían pasado con respeto las páginas de los mapas del mundo y de la vida.

Hoy, la Biblioteca Nacional, que representa la memoria, la identidad y la evidencia de la sociedad que la alberga, como dijo Alberto Manguel, cumple 308 años de puertas abiertas -custodiadas por Alfonso X El Sabio, Antonio de Nebrija, Lope de Vega y Miguel de Cervantes- al trasiego entre el ruido y el recogimiento, sin que hayan dejado de entrar gentes pesando menos conocimiento con el que salieron. Cada día en el que una mujer, un hombre, un niño lo hace en ella, lo mismo que en cualquier otra, defiende el valor de su existencia, y al abrigo del murmullo de sus lenguas, están rindiéndole homenaje a su historia, a su permanencia de futuro y a la arquitectura edificada en salvaguardia del contenido que edifica el conocimiento. Aunque hoy día con el clic de un dedo cualquiera pueda acceder a miles de archivos bibliográficos en las redes, su virtualidad que democratiza y lo globaliza todo no rivalizará jamás con el disfrute de habitar una biblioteca que podríamos denominar, con permiso de Stevenson, de Kipling y de Henry James, como La isla de las voces, La casa de los deseos, Los amigos de los amigos. Nunca han dejado de serlo los libros de los que sigo aprendiendo estados de conciencia, construcción del lenguaje y a ser todos los posibles sujetos del sujeto, igual que los que contiene la autobiografía de mi biblioteca.

Si fuese un moderno Odiseo o imitase al nadador Ned Merrill del relato de John Cheever cruzando en su regreso las piscinas de los Graham y la de los Hammer, pasando por la pública de Lancaster, la de los Halloran y la de Shirley Adams, y otras diez más con diferentes temperaturas el agua azul Hockney de los afectos, hasta emerger por la de su casa, haría algo parecido con las bibliotecas que más me gustan. La equis final del viaje sería la Biblioteca Nacional, regia en el Paseo de Recoletos con Fray Luis de León, Quevedo, Calderón, Garcilaso y santa Teresa de Jesús entre los medallones de su fachada. Volver a casa -una biblioteca igualmente la significa- tiene más valor cuando hemos ensanchado de mundo nuestra mirada y nuestro lenguaje, después de saber lo que significa el desarraigo y la esencia de nuestra cultura en conversación con otras. A veces el camino inverso hacia el descubrimiento de las otredades es también fascinante si se parte con el bagaje de lo que somos de nosotros, rumbo a lo mucho que aprender fuera del confort de nuestra identidad. Con cualquiera de los dos rumbos entraría feliz en el Trinity College de Dubli?n, con su trazado de planta y sobreplanta tapizado de libros y su sala Long Room, donde reposa el Libro de Kells que contiene un texto en latín de los cuatro evangelios, escritos por tres amanuenses con letras mayúsculas y pequeñas ilustraciones en malva, rojo, verde malaquita y lapislázuli. También volvería a hacerlo en la luz escandinava del canal de Christianshavn que baña por dentro la Biblioteca del Diamante Negro de Copenhague, y en la nueva de Alejandría diseñada por el estudio de arquitectura noruego Snøhetta AS en forma de enorme cilindro de cemento, cristal y granito, con materiales traídos desde Asuán para el revestimiento de la fachada, dispuesta con bajorrelieves caligráficos de la mayoría de las lenguas del mundo.

Si me diese fondos el Club Dumas, el maestro Borges el secreto de su Aleph y Luis Alberto de Cuenca -que dirigió la nuestra con el mismo don y exquisitez que a diario hace la suya- me acompañase, enseguida adentraría mi viaje homérico bajo las calles de ese barrio de Damasco que refugia hileras de estantes con más de 14.000 libros rescatados de las casas desventradas por los bombardeos durante el asedio a Darayya, en los últimos cuatro años, y donde quienes se atreven gozan de su lectura subterránea. Igual que descendería a los secretos del Vaticano que alberga una carta de Miguel Ángel quejándose porque no le habían pagado el trabajo en la Capilla Sixtina; el decreto de 1521 del Papa León X excomulgando a Martín Lutero; una transcripción escrita a mano del juicio contra Galileo por herejía, y la correspondencia entre el Vaticano y Mozart, Erasmo, Voltaire y Hitler. O pediría horas de consulta y deleite en la Biblioteca Británica que rescató el hallazgo del monje Wang Yuanlu de miles de manuscritos ocultos en las «Grutas de mil Budas» del desierto de Gobi, para conocer el mapa de estrellas más antiguo del cielo, examinar un contrato fijado para la venta de una esclava para cubrir una deuda del comerciante de seda, o leer una oración escrita en hebreo por un comerciante en su camino desde Babilonia a China, como dijo The New Yorker acerca del Proyecto Internacional Dunhuang, dirigido por la Biblioteca.

También la nuestra tiene sus joyas. El pasado año me emocioné, incomprensiblemente a solas, admirando el Poema del Mío Cid, Cualquiera puede hacer lo mismo con las otras 239 joyas de la Biblioteca Nacional como el Beato de Liébana, uno los 25 ejemplares que hay en todo el mundo; La Comedia de Dante del siglo XIV; la Cosmographia de Ptolomeo; el Diario en sonetos del destierro de Unamuno de 1924 a 1925, y el libro de horas de Carlos V. Este mes de marzo ofrece además una excelente oferta de espléndidas citas como el concierto La figura de la mujer en la música, a cargo del Dúo Nannerl; Palabras de Mujer en homenaje a las mujeres que tuvieron que luchar con su entorno para poder realizar su vocación de escribir, dirigido por María José Goyanes, o el recital de Rosana Acquaroni y Cecilia Quílez acerca del deseo, la ausencia, los sueños incumplidos y la celebración de la vida. Será también en sus salas el año 2020 dedicado a Pérez Galdós y a Miguel Delibes. Queda claro que son más que contenedores de libros estos espacios donde la palabra es siempre un ángel que pasa de puntillas entre los renglones del aire, el silencio en lectura, la mirada que descubre en la textura de las páginas el peso de su escritura, el susurro de lo que se cuenta o se transmite más allá del tiempo que todo lo vuela, que a contraluz lo olvida.

En esta singladura de ese Ulises de las islas de la lectura hay que agradecer el trabajo de quienes trabajan a bordo de las bibliotecas públicas. Conozco muchas de Andalucía, en las que desde 2013 no ha dejado de aumentar el número de usuarios, donde el fomento de aprehender los universos de la escritura, y se organizan clubs en torno a los autores a los que muchas veces conocen y les preguntan con goce. Vocacionales y con entrega contribuyen al bienestar y a cicatrizar soledades de mujeres sacerdotisas de los esfuerzos sin tiempo para ellas, y ofrecen en la larga resaca de la crisis su ventana de internet, programas de búsqueda de empleo y un oasis de afecto en medio de lo arisco de los días. Excelente papel también la de las municipales, como las de Málaga, y las de la provincia. En cada una de ellas los libros tienen diferentes lectores que van sumando las miradas de voz de sus lecturas, igual que un boca a boca que mantiene con vida la respiración interior de los libros.

«Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada». Lo dijo Marguerite Duras, y en esa puerta pienso como si fuese la de una Biblioteca que al abrirla despierta a los libros, y de repente ellos y nosotros somos palabras y mundos entre lo que todo sucede.