Mientras la izquierda prosigue el camino de la guerra cultural, la derecha y el centroderecha españoles han optado por autodestruirse en una sucesión de batallas intestinas. En los últimos treinta, cuarenta años, se diría que difícilmente la política española ha vivido un momento más bajo. A derecha y a izquierda, el puro tacticismo y la sobredosis propagandística han tomado el control del discurso público sin el contrapeso necesario de la responsabilidad y de la autocontención. A veces, incluso, da la sensación de que los políticos ni siquiera conocen el país en el que viven. O la época que nos ha tocado vivir. Con Casado, el PP ha virado hacia una especie de nostalgia entre ochentayochista y noventañera que bebe de una simplificación neoliberal del capitalismo (Reagan, Thatcher y los postulados económicos de la escuela austríaca) y de la moral de Juan Pablo II. El desconocimiento de la pluralidad regional de España -uno de los tradicionales puntos de los conservadores, tan presentes en los municipios y las autonomías- ha ido estrechando el discurso popular hasta convertirlo en un espejo mimético de la capital. Un grave error porque los intereses y las necesidades de una megalópolis no tienen por qué coincidir con los de las ciudades de tamaño medio ni con los de las zonas rurales, industriales o costeras. El último ejemplo lo encontramos en el PP vasco, donde tras años de declive acelerado y falta de discurso propio, Génova parece haber optado por aceptar su insignificancia con la designación de Iturgaiz como candidato a las autonómicas. De nuevo un hombre del pasado. De nuevo un político amortizado. De nuevo, el menosprecio de las bases regionales del partido.

El caso de Cs es aún más curioso. Un partido que nace con un objetivo determinado en Cataluña, que luego se reconvierte en otro a nivel nacional, que vive un momento dulce cuando se posiciona en el centro reformista y actúa -o pretende hacerlo- como bisagra y que luego se desangra aquejado por el orgullo desmedido de su líder que aspiraba a sustituir al PP como partido central en la derecha española. Todo ello en cuestión de meses. Y en lugar de calmar la situación, la llegada de Arrimadas ha agrietado aún más las estructuras de la formación naranja. Tras derrumbar las expectativas de Cs en Cataluña, con sus continuas sobreactuaciones, la política jerezana ha marcado el rumbo en Madrid. La penosa discusión en público con su oponente, Francisco Igea, fue lamentable. No sólo por las palabras, sino por la preparación del escenario: la performance como una de las artes más innobles de la política.

Se diría que también esto pasará, aunque hay decadencias muy prolongadas. Ningún país puede prosperar sin ideas nobles ni políticos efectivos. Somos hijos de las condiciones materiales que nos rodean, pero también de las ideas que perseguimos y de las pasiones que nos mueven. Enfrascados en una continua guerra cultural que ha destruido el debate público, España se enfrenta a los demonios de la incompetencia y de la incomprensión mutua en el peor momento posible. Aunque una apuesta no del todo improbable pase por unos malos resultados del PP en Euskadi y unos resultados aceptables del PP en Galicia. La posición de Casado se volvería entonces insostenible y quizás, sólo quizás, todo el malestar interno acumulado a lo largo de este último año daría un paso al frente. ¿Sucedería lo mismo en el PSOE? ¿Y en Cs? ¿Y en los partidos independentistas? Sólo el tiempo lo dirá.