El ridículo y la gloria danzan en el mismo pentagrama. Separados el una de la otra por una corchea o semicorchea. En algunos casos, apenas una semifusa los sitúa a un lado o a otro del compás de una vida. Desde hace décadas un tenor hace funambulismo sobre las cuerdas vocales para deleitar a su público. Toda una carrera operística encaramado sobre el éxito, pero un inesperado gallo ha provocado el escándalo en los espectadores. No habrá absolución que libre al tenor de su sentencia en los diarios. El olvido será su mejor recompensa.

El Conde de Almaviva, en la conocida ópera de Mozart 'Las bodas de Fígaro', se empeña en obtener los favores de Susana, la doncella de la Condesa, quien está a punto de celebrar sus bodas con el criado del Conde, Fígaro. El poder siempre ha pretendido sacar provecho de su dominio para saciar las tentaciones, aunque ello supusiese la desgracia de los débiles. No hay moneda que pague una humillación. En aquella espléndida comedia todo termina en un alegre malentendido, con el Conde reprendido por su propia esposa y los criados cantando a coro la moraleja.

No ha sido así para el tenor Plácido Domingo. Tras numerosos años de acumular éxitos por los mejores teatros del mundo, en muchas ocasiones interpretando el rol del Conde de Almaviva, descubrimos con tristeza que su personaje no terminaba en el escenario una vez que bajaba el telón, sino que su poderosa voz continuaba imponiéndose tras los bastidores, encaramada en las bambalinas y colándose en los camerinos de las voces femeninas. El comendador, resucitado por la indignación de decenas de mujeres, parece haber llegado ahora para llevarse a este Don Giovanni a los infiernos.

Hay artistas, como Plácido Domingo, que se labran un prestigio profesional a lo largo de su vida, y una falta de decoro (por llamarlo de alguna manera) destruye su legado. Contaba Milan Kundera en su libro 'La Inmortalidad' que el ser humano se esfuerza por alcanzar una inmortalidad gloriosa, pero basta un triste gesto o un hecho absurdo para que sea lo único que recordemos de él como parábola de toda su vida. Entra en una inmortalidad que Kundera denomina ridícula.

Mientras esperan en el Olimpo de los tenores inmortales Gilbert Duprez, Enrico Carusso o Luciano Pavarotti, resulta que Plácido Domingo se descuelga del cartel de la ópera para colarse en el peor de los vodeviles. Rodolfo en 'La Boheme', Príncipe de Persia en 'Turandot', Don José de 'Carmen' o El Teniente Pinkerton de 'Madama Butterfly'. Todos ellos eclipsados por el lamento desgarrador de un triste 'Rigoletto' al final del acto II cuando descubre su carrera dentro de un saco que está a punto de arrojar al río.

Las redes sociales, auténticos muros de escarnio público, donde malviven la grosería, la desfachatez y el oportunismo se han cebado con el gallo de este tenor. La masa siempre está deseosa de derribar a sus ídolos, sobre todo a aquellos que deslumbran por ser de mayor altura. Tampoco habrá moneda que pague esa humillación.

Le han desnudado la gloria a Plácido Domingo. Sentado frente a las luces de su camerino observa reflejados en el espejo los ropajes que han vestido su trayectoria de aplausos. Se limpia el maquillaje de su última función, como lo hacía Glenn Close en aquella película de Stephen Frears mientras el gallinero la abucheaba. Pasarán años hasta que se haya calmado el ruido y la furia, y será cuando volvamos a valorar su gloria y hayamos olvidado el ridículo.