Acabo de leer a una imbécil quejándose: por cuatro viejos, momias más muertas que vivas, se esté creando una alarma en perjuicio de su negocio de organización de eventos, de pedicura de caniches o de Dios sabe qué actividad esencial para el PIB de este país. Y, sinceramente, me alegro de que alguien se preocupe, aunque hubiera preferido a alguien debidamente neuronado.

Confieso mi sorpresa por el coronavirus, la catástrofe de esta quincena que va a acabar con la humanidad. Me sorprende la calma de mis conciudadanos, que ni han arramblado supermercados ni se han atrincherado en sus casas. Siguen tomando cañas y de viaje de estudios, recogiendo túnicas y mirando viajes. Si acaso se asoman por las farmacias y preguntan si hay mascarillas de publicidad, como el que pide un abanico. Puede que hayamos aceptado nuestra condición, humana y mortal, pero sin apreturas, mortal para cuando toque. O igual han hecho efecto los mensajes tranquilizadores que sólo colocan en riesgo de muerte a las personas mayores o con dolencias previas. A eso, aviso, le veo dos pegas, dos. Por una parte, qué se entiende por mayor, que a mí los adolescentes desde hace años ya me hablan de usted. Por otra, la fiabilidad. Queremos ciencia, no impresión, ni propaganda, que a estas mañana dan un giro de tornillo y ¡Anda! ¡Pues también era peligroso para los niños, los alopécicos y las zurdas!.

Concluyo, por todo ello, que estoy en peligro de muerte, haya o no virus de por medio, estado reconfortante en el que llevo más de medio siglo. Y escucho con la misma olímpica indiferencia voces airadas quejándose de que no haya medidas draconianas que nos alejen del riesgo de estar vivos, como aquellas que dan a la epidemia la importancia de un constipado. He aceptado hacer lo que pueda con la eternidad de un momento. Más o menos como el coronavirus.