Tengo la suerte de compartir pupitre de trabajo con una generosa enciclopedia humana que conoce -casi como nadie- cada rincón de esta isla mediterránea llamada Málaga: el periodista Alfonso Vázquez. Hace unos días, mientras leía el reportaje sobre la llegada de los piquitos de pan a estos lares llegada de los piquitos de pan, sentí la alegría de ver en negro sobre blanco el nombre de la Colonia de San Eugenio.Colonia de San Eugenio Esa antigua colonia obrera en la que todavía me adentro con mi coche, aunque solo sea para admirar de reojo azulejos como el que, junto al arco de entrada, anuncia que está prohibido arrojar basura a la calle bajo multa de 1 a 5 pesetas, que se destinará a obras benéficas. Además, un mosaico con las normas de convivencia ejerce de ágora. Y otro rótulo ruega, con amenaza de expulsión, cordura en el vecindario. Al cruzar su estoico pórtico, no es exactamente un viaje al pasado la sensación que se experimenta. Allí también late el presente. La ropa tendida dibuja la sombra en las aceras. Sopla un halo de realidad que nos recuerda que, una vez, el tiempo se detuvo en esta bella encrucijada de calles contadas, cercana al Mercado de Bailén y al, por desgracia maltrecho, Convento de La Trinidad.

El abandono al que, a veces, ha sido relegada esta desconocida joya de la capital malagueña también acucia latente como una señal más de que hay enclaves que necesitan ser revitalizados, sin que ello deba conllevar una traición al infinito legado histórico que parte del proyecto en el que estampó su rúbrica, hace poco más de un siglo, la cotizada arquitectura de Fernando Guerrero Strachan. La Colonia de San Eugenio es una de esas maravillosas sorpresas urbanas a las que solo te lleva el boca a boca o la casualidad.

Aunque debería ser lo contrario, dada su ubicación casi céntrica bajo el abrigo del barrio de La Trinidad, no todo el mundo sabe o se acuerda de que esta colonia obrera sigue allí. Yo mismo estuve ajeno a ello durante años, pese a que vivía al lado: por la zona de Eugenio Gross. Fue el poeta Juan Miguel González quien me acercó hasta este bendito microcosmos una de aquellas tardes en las que bajaba desde La Roca para regalarme su amistad y su impagable conversación, mientras añoraba a las Sigrid con trenzas a la altura de un pretérito Colegio de Gamarra.

En aquella visita, me abrió las puertas del mapa de su infancia. Aún conservaba en su memoria el perfume a cortadillos que destilaba el obrador de la Colonia de San Eugenio y el sabroso lujo de alcanzar una rodaja de mortadela en aquella geografía eterna, que sigue aliada con la autenticidad sin necesidad de atribuirse un adjetivo superficial o un postureo 'vintage'.