Cada escritor es el personaje de un fantasma que lo habita dentro exigiéndole voz. Lo dice Bernardo Atxaga como si él mismo fuese una de las criaturas que entran y salen entre las fábulas, la memoria y los silencios de Obabakoak. Aquel territorio suyo, de tradiciones orales, del que tantos lectores nos enamoramos hasta el punto de domiciliar nuestra imaginación en su universo de mundos, y ser así vecinos del profesor de geografía que vivía el amor a través de la caligrafía del corazón cruzada con alas blancas y un sello de los que después se coleccionaban. De la joven maestra que aprende a leer todas las soledades del frío; y del niño del bosque donde se transforma en jabalí. Y por supuesto del lenguaje del autor vasco que huele a pan recién hecho, y en el que se escucha silbar al viento que siempre se adelanta a la lluvia, y crepitar el fuego manso alrededor del que se escuchan las palabras que fluyen como recuerdos que van desvelando una historia, o creando la urdimbre en la que van sucediendo su trama y su melancolía. Así suena Atxaga, Bernardo, escritor de aguas fuertes vascos sobre los desgarros de la violencia, la humanidad de los rebeldes, las realidades invisibles que convergen en la complicidad de lo real. Y también cuando conversa acerca de la pérdida de vagar el tiempo, de la amistad donde encontrarse sin prisas, de la lengua que es lo contrario del jabón que cuánto más se usa más se gasta, como aprendió de un filósofo marroquí al que admira este hombre sencillo que guarda el silencio en una casa de Bilbao, y que un día abandonó la economía bancaria de los números entre sus dedos para cambiarlos por letras con las que dibujar pájaros, alfabetos mágicos o vocablos de un viejo dialecto enterrados dentro de cajas de cerillas.

Ha sido mi placer leerlo, compartir su conversar, proponerle preguntas acerca del collage de lo vivido que se transforma en escritura. Siempre lo es cuando se escucha a las personas con huella de vida trabajada a callo y a conciencia, con cultura -no en alforja de la que se dice pero no se tiene- sino en su mirada y en su forma de aprender de quién sabe y aspira a hacer mejor todo lo que sueña: vivir, amar, escribir, hacer de los libros no un producto que se pesa en cantidades sino un compendio en cuya suma, como dice Atxaga, reside la buena verdad y la marca que distingue a las ciudades. Una aspiración de muchos libreros entre los que de diferentes partes de la geografía mantienen vivo su empeño -no en mantenerse si no en crecer como los importantes lugares que fueron en otros tiempos, y que en algunos casos continúan siendo- celebrado en Málaga esta semana de la que estamos a punto de pasar página con la sencillez sabiduría de Bernardo Atxaga que tiene mucho de maestro didáctico, resuelto y cercano, con algo de Wenceslao Fernández Florez en vasco y del Baroja contador de historias, y que mientras habla no deja de mover las manos, igual que si desde ellas estuviese echando a volar sus palabras como si fuesen cometas o mariposas que regresan a Obabakoak.

Siempre tiene cada Congreso Nacional de Libreros una batalla que librar, según las últimas exigencias del momento, para que la lectura deje de tener bajas y fomente nuevos lectores, para que su modelo de negocio tenga un equilibrio entre el saldo positivo de cuentas y el prestigio, entre el hacer de su viejo oficio y la creatividad de la solvencia con la que ser mejor presente y mejor futuro. Ha tocado este año de nuevo Amazón con sus dentelladas amenazantes; el debate de cómo actuar desde el sector del libro ante la emergencia climática que nos va exigiendo cambios inminentes; el papel de las bibliotecas -siempre imprescindible-; la consolidación de la plataforma todostuslibros.com que sigue sumando librerías, y entre otros problemas y retos de su industria los premios de los Libreros recomiendan otorgados a «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes» (Impedimenta) de Tatiana Tîbuleac en la categoría de ficción; al ensayo «El infinito en un junco» (Siruela) de Irene Vallejo, y al poemario «Introducción al límite» (Fundación José Manuel Lara) de María Alcantarilla. A estos necesarios debates, novedades, acuerdos, programas y punto de encuentro gremial, este año en el auditorio Edgar Neville de la Diputación, le abrochan en cada encuentro un cierre lo más perfecto posible.

Hace dos años fue la reunión de dos grandes figuras de los románticos años clandestinos y de la Transición -Alfonso Guerra y Francisco Puche-, y éste el Premio Nacional de las Letras con su última novela «Casas y tumbas» donde aborda más que nunca los humedades de su memoria, mediante la historia de un soldado que quiere cazar en el bosque de El pardo -símbolo de Franco y de Juan Carlos I- y que tiene mucha metáfora acerca del escritor como un furtivo en la realidad. Un galardón que reconoce sin duda la trayectoria del excelente narrador de «Siete casas en Francia» - metáfora igualmente del lado siniestro de nuestro mundo-; de «Memorias de una vaca» en la que a algunos lectores puede resonarle las evocaciones de «El escarabajo» de aquel fabulador que fue Mújica Láinez -inmortal por su «Bomarzo»-; de «Un hombre solo» en el que se cuenta en primera persona la historia de un antiguo miembro de la banda terrorista ETA,; de «El hijo del acordeonista», «Días de Nevada» con su mestizaje de géneros con piezas propias del dietario, el cuento, el ensayo y su biografía de una época en Reno, donde le fascinó el desierto; y «Esos cielos» en el que sus páginas son las ventanillas del autobús en el que viaja una mujer que ha salido de la cárcel. Aventuras, denuncias, la naturaleza como espacio simbólico y como alma de los personajes, el tema del doble, el mito que surge porque la ignorancia crea un espacio que se rellena con lo que se necesita, o el miedo del que nacen los relatos de fantasmas y la exploración del dolor, presente en su última novela a través de la historia del padre ante la enfermedad de sus hija, y del viejo maoísta Martín, condenado muchos años atrás a dos años de cárcel, que renuncia al reencuentro conmemorativo de excombatientes. No hay tema que no ocurra en la sucesión de su lenguaje, que unas veces fluye igual que un río, otras es un sendero entre árboles, y en ocasiones un plano secuencia largo del cine.

Méritos incuestionables y de sobra- que en lo cotidiano de cualquier ámbito más que celebración despierta celos y celadas- del novelista a los que a buen seguro el jurado les colocó a modo de colofón indiscutible en la argumentación de valores que conlleva el fallo del premio el estilo, la elegancia y el talento con los que Bernardo Atxaga ha confeccionado sus mundos literarios a dos voces, con dos lenguas equidistantes, diferentes en sus raíces de música y en sus raíces como espíritu de identidades, entre las que su escritura es el puente de conversación entre ellas con el propósito de que la literatura sea un espacio mental, un árbol, una casa, un hogar donde todos y cualquiera puede cobijarse, y al que se vuelve para contar el viaje. Precisamente, la función antigua de lo literatura. Una lección de ética y de convivencia de un escritor siempre independiente, alejado de maniqueísmos, directo al hablar de los efectos de la violencia en la gente, de romper estereotipos como los compartimentos estancos entre el mundo urbano y el ámbito rural y que siempre ha defendido sentirse miembro de una Euskal Hiria, de una ciudadanía vasca, más que de un pueblo vasco.

Dice Bernardo Atxaga que se despide del aliento largo, que atrás quedan también los juegos de abecedarios que le gustaban de Lewis Carroll, de Perec y de Queneau -buen ejemplo es son las maravillosa «Horas extras»- y que aunque se jubile de novelista no dejará de apuntar en cuadernos vuelos de ideas, relámpagos de imágenes, las posibilidades de ficción de la gente que camina por las calles, e incluso de llevar su escritura al cuento, a la brevedad del ensayo de bolsillo, quien sabe si al aroma de los aforismos o simplemente a trazar en sus paseos de hombre solo a través de la naturaleza un relato de intimidad con el que, al igual que todos los escritores, uno vive por dentro de sus personajes para ser con ellos protagonista de lo que cuenten y de todo aquello que emprendan. Sabe de sobra Atxaga que quizá la imaginación se duerma o se apague, que la realidad con sus luchas, sus conjuras e inquisiciones desencante el ánimo, pero que un escritor nunca deja de serlo porque es una forma de estar y de ser el en el mundo y en la vida frente a la que su mirada se detiene, observa y piensa. Un instante o muchos, los necesarios y suficientes para que las palabras emerjan y cobren alas a través del lenguaje que las eleva. Unas veces para llevarnos a los muchos Obabakoak donde lo fantástico nos espera, o a las diferentes realidades en las que la literatura es movimiento, y nosotros lo que sucede dentro de su lectura.