Durante mucho, demasiado tiempo, prácticamente hasta poco antes de que, con su abdicación, se convirtiera en emérito, nuestro anterior monarca parecía envuelto en celofán por el cuidado con el que le trató siempre la prensa nacional. Circulaban, es cierto, rumores sobre sus aventuras extra-matrimoniales, que publicaban medios extranjeros; se hablaba en las redacciones de una mi-llonaria fortuna de origen des-conocido, pero se mantuvo a la opinión pública ignorante de todo aquello. La prensa cortesana le hala-gaba; se destacaba e incluso se hacían bromas de su cam-pechanía, se le retrataba disfrutando de sus aficiones, no se hablaba de sus supuestas amistades peligrosas, y se le presentaba sobre todo, dentro y tam-bién fuera, como el hombre de Estado que salvó nuestra democracia un 23 de febrero de in-fausto recuerdo. Después ocurrió lo del safari de Botsuana, don-de, tras abatir a un elefante, el monarca sufrió una fractura de cadera, y los medios no pudie-ron ya ocultar lo ocurrido: se supo que estaba allí acompañado de una princesa alemana, a la que se presentó eufemística-mente como su amiga. Un periódico de Madrid editorializó sobre lo sucedido con un comentario titulado «Un viaje irresponsable en el momento más inoportuno», y, ya de vuelta a España y en el hospital, Juan Carlos I se sintió obligado a pedir, compungido, disculpas a sus conciudadanos con aquel: «Lo siento mucho, me he equi-vocado y no volverá a suceder». A partir de aquel momento, y a pesar de los esfuerzos que hicieron los medios más obsequiosos con la monarquía, se hizo ya imposible ocultar de aquella relación extraconyugal. Y todo ello, unido al escándalo de corrupción conocido como el caso Nóos, en el que estaba implicado su yerno, hizo inevi-table su abdicación para salvar la monarquía. En la era de las redes sociales, cuando es posible además leer a través de internet cualquier medio extranjero, no se puede seguir ocultando a la opinión pública, como se hizo durante tanto tiempo, todo lo relativo a las supuestas amistades peligrosas de don Juan Carlos, sus tratos con una monarquía feu-dal y dictatorial como es la de Arabia Saudí. La figura del ya rey emérito ha dejado de ser intocable, como tal vez él mismo llegó a creerse un tiempo, y por fin la prensa cumple su deber sin que el falso respeto a quien ha encarnado durante tantos años la institución más alta del Estado impida tan democrático ejercicio. Nuestros medios hablan ya, con más o menos cuidado, es cierto, de intermediaciones del monarca en la concesión de contratos como el del AVE para Arabia Saudí, que reportó su-puestamente a don Juan Carlos cien millones de dólares o del también supuesto regalo de éste a su examante alemana de 65 millones por no se sabe bien qué gestiones. Y de algo además especialmente grave: la utilización para esas y otras gestiones de intermediación de cuentas abiertas en paraísos fiscales, esos países o pequeñas islas a los que recurren cleptócra-tas y grandes fortunas para poner a buen recaudo sus miles de millones. Un fiscal suizo, el ginebrino Yves Bertossa, especializado como su famoso padre, el también fiscal Bernard Bertossa, en la persecución de la delin-cuencia de cuello blanco, está investigando todo lo relacionado con supuestas cuentas del rey emérito o de sus posibles testaferros. Se habla a ese propósito de la inviolabilidad del monarca, de la imposibilidad de perseguir a quien ocupe tan alto puesto por actos delictivos que pueda haber cometido durante su ejercicio. Pero la pregunta que hay que hacerse, y con urgencia, es si no es preciso limitar en la Constitución el alcance de tal inviolabilidad de forma que sólo afecte a las funciones o actividades propias del cargo y no a cualquier delito que pueda cometer como individuo. Incluso los monárquicos más acérrimos deberían plantearlo. Les va en ello el futuro de la institución