Mo me apetece escribir sobre el coronavirus (lo hace todo el mundo y con razón), tampoco me atrae entrar en el resbaladizo terreno donde dos gallos de pelea dirimen quien tiene los espolones más fuertes. Y no soy capaz de buscar los tres pies al gato en la cacareada disputa por un quítate tú que me pongo yo, con el anteproyecto de ley sobre la libertad sexual, como me siento incapaz de entender por qué tan ilustre y aventajado sociólogo al referirse a la huelga de enseñanza en Andalucía sentaba cátedra afirmando de forma rotunda, como lo viene haciendo cada martes, que la dichosa huelga que le ha caído en la mollera a Moreno Bonilla gracias a la diligencia y buenas prestaciones del consejero Imbroda, era una huelga ideológica. ¡Pues claro! ¿Es que hay alguna huelga que no sea política y no esté cargada de ideología, de izquierdas o de derechas, me da igual?

Como me trae al pairo que, contra todo criterio racional, veamos, una vez más, a Pablo Casado bendiciendo las barbaridades y mentiras de su portavoz en el Congreso, la ínclita y nunca bien ponderada doña Cayetana, arreando sopapos verbales a la Sexta de Ferreras (y de nadie más). Y sin que sirva de precedente que dos conspicuos barones del PP tal cual Feijóo y Moreno Bonilla proclamen con riguroso acierto que democracia es libertad de expresión; lo otro, sería libertinaje. Y como lo de don Cayetana (nombre de marquesa) me la resbala que Puigdemont y Torra, en tierras francesas (Perpiñán), nos pongan a parir, a los españolitos de a pie, dicen. Ni uno, ni otro tienen autoridad moral para insultarme, perdidos como están en mantener algo que no a parte alguna. Yo sí me he ido a Europa. A Bruselas y a Bonn; a Roma y a París, a Madrid y Londres (bueno, ahora menos) y veo, maldiciendo los ancestros de medio mundo, como ante la crisis migratoria que se enseñorea entre Turquía y Grecia, miran al vecino, incapaces de asumir soluciones radicales para un drama que asola a la humanidad. Y en la frontera turco-griego me encuentro con un hombre de carnes enjutas, ojos llorosos, poblado bigote tapado con la kifuya, que abraza y estrecha a su hijo de pocos años y con un trapo roto y sucio le tapa la nariz y la boca para que no inhale los gases lacrimógenos que los policías de ambos lados han disparado con singular jolgorio.

Desconozco su nombre, sólo sé que estrecha a su hijo como queriéndole dar calor y evitar los gases que ha disparado la policía griega. La muerte ronda en la frontera entre Grecia y Turquía. La muerte y la desesperación.

A su lado, hay dos chavales que visten anorak de naylon y se tapan la cara con unos trapos sucios, o al menos, eso parece. Sobre sus cabezas hay un denso humo, blanquecino como si la muerte sobrevolara en un terreno abrupto, rocoso, sin un árbol; la pura desolación. Hay otro pequeño grupo de migrantes que se ovillan y se envuelven en plásticos sucios y rotos. El frío cala hasta sus huesos y sobre sus cabezas gases lacrimógenos lanzados por la policía turca, a los que responde la policía griega con botes de gas. Nadie sabe lo que pasa pero cerca, junto a la orilla del río Tuncan, en la frontera entre Turquía y Grecia, se ha levantado un campamento de migrantes. Turquía quiere evitar las devoluciones en caliente de migrantes que no quiere Grecia. Desesperación, hambre y muerte. El hombre del poderoso bigote, que huyó de la guerra siria, sueña con que su hijo se haga mayor en Alemania, pero ahora, en la noche que se abre sobre la rocosa frontera turca-griega, solo quiere que su hijo pueda respirar. Europa mira a otra parte mientras que dirigentes políticos que bienviven en el barro y la bazofia se refocilean porque siguen considerando que los migrantes son carne de cañón y almoneda que les da votos, tal cual Salvini, Le pen y Abascal por poner dos ejemplos cercanos.

Pero me quiero ir con la sensación de que en esta sociedad traumatizada todavía hay un sitio para la esperanza y la solidaridad; para el amor y el compañerismo, para el respeto y la concordia. No sé si lo vieron en La 1, en el telediario que dirige Ana Blanco. Yo sí y aún tengo los pelos como escarpias. Contaba Blanco el caso de un chavalín, con cáncer sometido a terapia, había sido objeto de dejar su cabeza al cero, como allende aquellos años se hacía para evitar la torrentera de piojos. Resulta que al chavalín le hacían la vida imposible una parte de su clase, pero hete ahí que otro grupo, ni cortos ni perezosos, decidieron ponerse también pelones. Creo recordar que a Ana Blanco se le saltaron las lágrimas o poco le falto. Yo sí y lo hice por este niño y por el migrante que daba vida a su hijo mientras Europa miraba a otra parte. De miserables, digo yo.