La vida interna de los partidos políticos tiene carencias democráticas que adquieren especial relevancia tratándose de piezas básicas de nuestro sistema. La naturaleza mixta de estas formaciones -que se sustentan con financiación pública, pero tienen estructuras privadas y, por ello, normas propias- complica la tarea de garantizar que los militantes de cualquier organización política tengan una adecuada cobertura de sus derechos, como queda en evidencia cada vez que estalla un conflicto intramuros. Por la actividad a la que se dedican, como garantía de lo que debemos esperar de ellos en el escenario público, los partidos tendrían que ser ejemplares en el respeto a los derechos básicos de puertas adentro. Pero el modelo de partido es también ideología y anticipa la forma en que quienes lo integran quieren desempeñar el poder que consigan alcanzar. Hay modelos de partido en los que trasluce la nostalgia de un mundo sin partidos. Vox alcanzó ese formato el fin de semana pasado, con una organización cortada a la medida de Abascal y su reducido círculo de confianza, gente que denigra la política mientras vive de ella. La fórmula consiste en mensaje único desde arriba, capacidad para fulminar cualquier discrepancia de raíz, de disolver aquellas agrupaciones que amenacen con desviarse y control desde la cúpula de los órganos internos que deben garantizar las transparencias y los derechos de la militancia. Sometidos con complacencia a ese régimen en nada debe sorprender el tipo de país que ansían los militantes de Vox, que en su primer año triunfal pasaron de 24.000 a 52.000. Quien domina el partido es también dueño de la caja. La de Vox está muy saneada: cerró el ejercicio con un superávit de más de 5 millones. En la ideología está también el negocio. Abascal era un hombre arruinado antes de que Esperanza Aguirre le diera cobijo. Discrepaba del PP sin hacerle ascos a sus nóminas magníficas libres de contraprestaciones. El matrimonio Espinosa de los Monteros-Monasterio llegó a la política tras esquilmar el mercado inmobiliario de alto standing, con consecuencias todavía impredecibles en el terreno judicial. Para algunos de sus dirigentes más significados, Vox tiene la forma de un nuevo nicho de negocio. El único que no se entera es Ortega Smith, convencido de que está en política para recuperar Gibraltar, pero al que los cargos públicos (concejal de Madrid y diputado nacional) liberaron de malvivir de la abogacía, para la que no está muy dotado, como sabe cualquiera que haya seguido el juicio a los líderes independentistas. Por esa notoria vertiente económica, también conviene que la dirección del partido sea a la vez un consejo de administración al margen de los accionistas.