Ayer un amigo me reconoció que había hecho el amor con mascarilla. Con una mascarilla quirúrgica, como si fuera a extraerle el corazón a la mujer. Como justificación argumentó que no conocía a la piba de nada y que hablaba con un extraño acento. Ligeramente estupefacto le pregunté qué tenía el acento como para colocarse una mascarilla en semejante circunstancia. No supo precisarlo, pero repitió que se puso muy nervioso. A ratos el acento le parecía italiano y, ya se sabe, desde el pasado fin de semana Italia ha vuelto a ser 'El Decamerón', pero no escrito por Boccaccio, sino por Battiato: «Yo prefiero la ensalada/ a Beethoven y Sinatra;/ a Vivaldi, uvas pasas/ que me dan más calorías». Qué grande, Battiato, medio siglo volcado en el talento de hacerse incomprensible.

Lo más extraordinario -me juró- es que la mujer, joven y morena, despistada e hipnótica, no mostró extrañeza ni menos aún lo rechazó. «Al contrario, al contrario», insistía mi amigo, «yo creo que le gustó, yo creo que la mascarilla de los cojones terminó por darle una confianza que no sentía». Ah, ¿era desconfiada? Me dijo que sí, que lo era. Más de una hora le llevó entablar una conversación más o menos recíproca. Otra hora le costó que riera con la ayuda de un par de cubatas. «No veas la tensión de la tipa cuando entró en casa», me explicó el amigo, «hasta que volví del baño con la mascarilla puesta no comenzó a relajarse». Me reí. Pero ella, sentada al borde de la cama tibia, al verlo con mascarilla se relajó y, por primera vez, le envió una sonrisa sin condiciones.

Mi amigo está convencido de que el coronavirus sacará lo peor, pero también lo mejor de las personas. Es más: nos ayudará a entender, en especial si no se lo puede contener, que viene a ser lo mismo. Porque en lo mejor anida a menudo lo peor y lo peor con frecuencia alimenta a lo mejor como un suculento veneno que ayuda a crecer. El miedo aterroriza, en efecto, pero también estimula, seduce, coquetea con la vida o con la muerte. Y cómo deseamos el miedo. Con qué intensidad vivimos los sueños de destrucción sin paliativos, desolaciones portátiles, la sabrosa amenaza de un apocalipsis que reduzca todo significado a cenizas. Uno de los primeros tuits que leí sobre la pandemia era de un sujeto anónimo que escribió con certera inocencia: «A ver si esta mierda por fin va en serio». En algún lugar San Agustín cuenta que en su época -un instante histórico de violencias políticas, sangre por las calles, conquistas y cercos, epidemias y disoluciones- eran frecuentes entre sus coetáneos los relatos y pesadillas sobre el fin de los tiempos. Una extraña pulsión autodestructiva. Una sociedad que sueña -en la literatura y en las cafeterías, en las películas y en las redes sociales- con su propio, abrupto fin, tal vez no está lejos de su fin auténtico. Como si lo estuviéramos llamando en voz baja, en un susurro, para que nos liberara de la agobiante complejidad de los discursos, de las opciones, de los problemas y los conflictos. Antes todo era más fácil.

Le comento a mi amigo que la Unión Europea va a dedicar 25.000 millones de euros a frenar el coronavirus y paliar sus efectos sanitarios, económicos y laborales. Me mira con un receloso escepticismo, saca una mascarilla del bolsillo, se la ata en la nuca y, con un saludo, sale rápido a la calle. «Cierra bien antes de salir», me grita, y pega un portazo.