Hace ya unos días que completé la lectura de Lluvia fina (Tusquets Editores), la estremecedora novela sobre las relaciones familiares que ha bordado Luis Landero. En sus páginas, late el peso de la infancia con toda esa carga simbólica con la que suele acompañar a través de las décadas a la existencia humana, ya sea como una brújula fiable o como un lastre insalvable.

El preciso tratamiento que Landero otorga a esta cuestión nos recuerda que la alargada sombra de ciertos juguetes y determinados trances infantiles es un bumerán que siempre está dispuesto, para bien o para mal, a entrar en escena. Básicamente, en pasajes concretos de la narración se proclama la aparente obviedad de que la niñez es material sensible. Y se hace de un modo útil, desde ese horizonte de los adultos en el que, más tarde que pronto, se llegan a comprender tantas cosas. Por ejemplo, que la mochila acumulada por los niños y las niñas en el viaje iniciático es, posiblemente, el más frágil e influyente de todos los condicionantes que salen al paso de una criatura, durante esa travesía de emociones y altibajos a la que se le llama vida.

Toda esta perorata me invadió justo cuando andaba inmerso en esas vueltas que dan en la cabeza los buenos libros y, tras mucho tiempo sin pasar por Guadalmar, adiviné con la mirada la silueta molesta de las inacabadas instalaciones deportivas que le permitieron levantar al jeque Al Thani.

Enseguida, lo relacioné con mis primeros recuerdos porque pertenezco a esa generación que todavía se extraña al ver un estadio con césped en cada barrio, quizás porque asocia buena parte de su niñez a una carrera tras un balón con porterías improvisadas, a base de piedras o un par de jerseys, en la arena o el cemento.

La imagen de estas obras paralizadas viene a ser una metáfora en la que la infancia aflora varada con el paradójico nombre de La Academia, mientras los mayores se retratan como los embajadores de una sociedad resultadista que se comporta como una caprichosa hinchada.

Como muestras, valen también las hemerotecas y la maldita rotonda que no se le dedicó, desde un principio, a la afición malaguista porque están mejor vistos los alardes de poder o hay que agradecerle a todo Rey Midas cada desembarco que teatraliza a golpe de billetes. Y, si hace falta, lo de preguntarse de dónde y a qué viene el 'mecenas' se deja para más adelante. O si hay que decir 'Diego' donde se dijo 'digo', se dice sin ningún tipo de escrúpulos y sin admitir la más mínima parte de culpa. En esa ciudad vivimos.