Lunes. Descanso. Pero descanso total. Hacía meses que el descanso no se preveía tan rotundo y disruptivo, saludable e inesperado. No tengo que ir al periódico pero tampoco a la radio ni a ninguna televisión ni hay una comida pendiente ni ganas que tengo de salir a la calle. Qué profética puede ser una sensación. La casa presenta un desorden estimulante. No llega al grado de caos e incluso soy capaz de encontrar el libro que estoy leyendo. Para arrumbarlo de nuevo. Veo en el periódico, la primera noticia que leo, que ha muerto José Jiménez Lozano, que vivía retirado en una aldea de Valladolid. Dirigió El Norte de Castilla, fue un notable diarista, muy inspirador para todos los que practicamos el género. Ganó muchos premios. Católico pero no beato. En la anotación correspondiente a un día de 2010, Lozano afirma: "Ha muerto Miguel Delibes, y son muchos años, juntos, de trabajo y amistad los que la muerte, de la que tanto hemos hablado, se lleva. Anotaré aquí únicamente un silencio cálido y oracional". Uno queda sobrecogido por esa parquedad, tal vez fruto del dolor. Por esa sequedad expresiva que paradójicamente dice tanto. Está uno tentado de escribir que así es el carácter castellano. Pero qué sabe uno de caracteres ni de nada. Nada en la nevera.

Martes. Visito el Museo Revello de Toro en Málaga. Exposición: "Revello y los periodistas". Diez retratos de prohombres de la comunicación. El mítico Horacio Sáenz Guerrero, director de La Vanguardia en los setenta, sale retratado con un perro cursi y unas gafas quizás excesivas. Luis María Anson está delgado, atildado y rosáceo. 1976. Este hombre parece haber nacido con un traje puesto. Se le ve joven, aún sin ese aspecto de Leviatán que lo ha leído todo, lo ha fundado todo y lo ha escrito todo. El retrato de Alcántara es del 94. Es un Alcántara saludable, fuerte que no gordo. Sale con un libro y una corbata de palmeritas. Esa mirada inteligente. Ese inicio/esbozo/asomo de sonrisa tan bien captada. Parece que va a decirte: ¿Hay ambiente en la calle Larios? Está muy vivo Alcántara, demasiado vivo en contraste con un museo algo muerto. Estoy solo. Jamás había estado solo en un museo. Tentado estoy de robar un desnudo de mujer. Me pongo a hacer gestos absurdos delante de un cristal que me refleja. Pero veo que hay una cámara. Tal vez aburridos vigilantes me ven en directo hacer el majara. Le digo adiós al retrato de Jaime Campmany, que sale vestido de señoritón. Me acuerdo de su grave voz. Y de aquellas columnas en 'Época' plagadas de murcianismos, cultismos e invectivas. Yo creo que "mamandurría" fue invento suyo. El periodista malagueño Francisco Javier Cristófol es especialista en su obra. Yo soy especialista en echar de menos a articulistas.

Miércoles. Hay muchas formas de felicidad. Una importante: ir al cine con tu hijo una tarde entre semana. 'Onward'. Factoría Pixar. En un punto del metraje se me saltan las lágrimas. Miro de reojo a Rafa. Él parece más fuerte. Pronto cumplirá seis años. Para implicarme un poco menos en la película pienso en la crítica que le hizo Boyero en El País. Yo no sé la tontería de no comprar palomitas.

Jueves. La gente levita por las calles con una feliz inconsciencia. No sabemos lo que nos espera. En realidad nadie nunca lo sabe. Se llama destino. He vaciado las estanterías de besos y abrazos. Los he metido en el carrito, se me ha colado en la caja una señora que llevaba un paquete de afectos. Tengo todos esos cariños guardados para cuando todo esto pase.

Viernes. En aquel tiempo de epidemia se escribieron libros y se redactaron memorias. Se perpretaron dietarios y se parieron leyendas. Se inventaron mitos, historias, narraciones y crónicas. Nacieron personajes en esos tiempos de epidemia. Vieron la luz novelas, amanecieron relatos, se imaginaron fábulas. Nunca se leyò tanto. Jamás hubo tanta gente en vela puliendo textos en la madrugada negra. El confinamiento avivó la imaginación. Alentó vocaciones. Espoleó plumas, hizo bajar a las musas. Al fin la inspiración encontraba al escritor en casa trabajando. Fue fructífero aquel tiempo de epidemia. Cuando al fin acabó y las imprentas pudieron volver a funcionar, no dieron abasto lanzando testimonios, novelones, misceláneas, poemas y hasta dramas en tres actos. Fue buena la cosecha en aquel tiempo de epidemia. El peligro acabaron siendo los letraheridos. Los de siempre y los que se contagiaron en aquel largo tiempo de epidemia. Una legión de letraheridos que, sin retrovirales, se reincorporaron a sus afanes, quehaceres, oficinas y trabajos. Contagiando a mucha gente. Que al terminar la jornada llegaban febriles a casa deseando emborronar folios, aporrear el teclado, chutarse unas líneas. Pasarse la noche juntando palabras. Para de buena mañana acudir como zombies a infectar a ágrafos incautos, a mansos iletrados.

Sábado. La inquietud como estado de ánimo. Mi casa es mi castillo. País de castillos. Por la ventana entra un ambiente de domingo por la tarde siendo sábado por la mañana. Cuando todo esto termine tendríamos que salir un poco más. De nosotros mismos.