Un libro es una vida entre páginas, un universo encuadernado. Se abre de par en impar y te insinúa, obsceno, su mayor secreto: un misterio que desnudar párrafo a párrafo, y cuando se antoja único, de esos realmente inolvidables y deliciosos, hacerlo tuyo incluso palabra a palabra ganándole terreno a la prosa y al verso. Los libros tienen el poder de derribar muros y enviarte a una intriga palaciega, a un volcán en erupción, a la celda sombría o al frente de batalla. No tienen límites. No conocen la física ni la lógica, tampoco respetan el tiempo o el espacio. Se ofrecen, te atrapan, te revuelcan y, finalmente, te liberan siendo otra persona. Un tú que se parece a ti, pero doscientas páginas después.

Estos días de confinamiento recuerdo aquella novela de ocho náufragos a la deriva. La barca hace aguas por el sobrepeso, y para salvarse deben lanzar al océano a la mitad del pasaje. Es la única solución, no hay otra opción, así que acuerdan exponer sus virtudes y habilidades para decidir quién será más útil para el grupo en caso de sobrevivir y alcanzar una isla desierta. Qué tesitura. Ese es el planteamiento que te incomoda desde que lo afrontas, pero poco a poco te vas metiendo en la piel de cada uno de ellos. Les entiendes, les perdonas, incluso les aceptas. En la barca se encuentran un carpintero con nula capacidad de convicción, un juez altivo y despiadado, una joven doctora, un concejal con piquito de oro, una profesora, un cocinero ya anciano, un exitoso empresario con ínfulas de líder y una niña de solo diez años. Ocho personas, una pequeña barca en el mar, y la necesidad de sobrevivir con el don de la palabra como única defensa. Parece una historia pequeña, claustrofóbica, pero la narración de sus vidas, descubrir sus experiencias, hacen que trasciendas esa barca y visites lugares desconocidos, mires con ojos de diferentes generaciones, y habites las vidas de ocho extraños. Página tras página aprendes que el ser humano es inquebrantable en su afán por aferrarse a la vida. Puede que los personajes exageren o mientan para asegurarse el futuro. Un juego de trampas, desafíos, apariencias, alianzas y prioridades. Un desafío psicológico que decidirá quien vive y quien muere. Todos víctimas y verdugos. No les desvelaré el final, tampoco el título, porque ese libro no existe. Es el libro que siempre quiero escribir y nunca empiezo. Dudo mucho que algún día se cruce con sus pupilas.

Las horas de aislamiento dan para mucho, tanto como para recordar a la perfección dónde estaba el día que unos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. También dónde me sobresaltó el atentado de Atocha. Seguro que ustedes también. Incluso algunos recuerdan dónde estaban cuando Tejero tomó el Congreso de los Diputados. Seguro que dentro de 30 años recordaremos nítidamente dónde estábamos cuando se decretó el estado de alarma por la amenaza del coronavirus.

Ahora estoy en casa haciéndome a la idea, encajando la reclusión con resignación y fantasía, porque el confinamiento es cuestión mental. Bien lo supieron Cela, Cervantes, Miguel Hernández, Poe, Fray Luis de León. Todos ellos, entre muchos otros, se inspiraron en sus encierros o aprovecharon su involuntaria clausura para parir algunas de las obras más geniales de la Historia.

Es tiempo de tener tiempo, de distinguir entre lo urgente y lo necesario, de redescubrirnos en el silencio y la rutina. Pasan los días y la tele se repite, las conversaciones se repiten, las recetas con pollo se repiten, y las redes sociales van enmudeciendo conforme le vemos menos gracia al asunto, pero no podemos ceder al aburrimiento. Que nunca venza el tedio. Lean, leamos mucho, y las horas pesadas se desharán del barro que las enlentece. Yo ya he estado en un barco pirata, a las órdenes de Escipión el Africano, traficando con diamantes de sangre a las afueras de Ciudad del Cabo, y compartiendo secretos con Mikel Lejarza. Recuerden, dentro de 30 años alguien les preguntará: dónde estabas tú encerrado. Ya saben, de ustedes depende.