El gesto de repudio del Rey hacia su padre en un momento de zozobra como este tiene el valor de la ejemplaridad y del compromiso adquirido; asimismo arroja al monarca emérito a los leones convirtiendo las sospechas que recaían sobre él en indicios más que razonables de delito de fraude fiscal contra la Hacienda Pública. Si no existiera certeza sobre la conducta reprobable de su progenitor, Felipe VI, aun teniendo como primera misión proteger a la Corona, no habría adoptado una decisión tan drástica. Aunque seguramente se venía madurando desde el momento en que se le apartó definitivamente de la vida pública presumiblemente para evitar contagio. Resulta lamentable tener que asistir a la progresiva caída del ídolo considerado por muchos españoles como el motor del cambio democrático de este país. Pero la historia de la humanidad está llena de carreras de éxito con buenos inicios y espantosos finales. La decadencia en el caso de Juan Carlos I se ha ido revelando en episodios de estruendosas cacerías, comprometedores escarceos amorosos y un supuesto lucro personal ilícito que ahora aflora con una investigación abierta por parte de la Fiscalía suiza. Enoch Powell, aquel atrabiliario político inglés, enérgico defensor del imperialismo y a su vez de las reformas sociales, decía que todas las vidas políticas, a menos que se corten a mitad de camino en una coyuntura feliz, terminan en fracaso. Al rey que personificó el cambio de régimen a mitad de la década de los setenta del pasado siglo, allanado el camino de la democracia, se le podría aplicar la teoría de Powell. Pero es precisamente cuando la democracia lo necesita cuando el Rey no debe mostrar debilidad ante las maniobras ocultas de su padre y exponerse a la sospecha de que ampara la corrupción. No dudó en desvincularse de ella en los casos de su hermana y de su cuñado, y tampoco ahora le ha temblado el pulso.