El cuatro de junio de 1940, ante la cámara de los Comunes del Parlamento Británico, Winston Churchill pronunció un discurso que ha pasado a la historia. Aquel tipo, con aspecto de abuelete, los mofletes encendidos de whisky escocés y coñac, con un habano colgando de sus labios y un bastón aguantando heroicamente su peso, supo guiar con maestría a Europa en los años más cenagosos que enfangaron el continente.

Europa se jugaba su destino en un combate despiadado contra el fascismo. En España, un general con voz de ocarina había aplastado la democracia. En Italia ocupaba el poder un personaje más propio de una opereta, y en Alemania se idolatraba la vocación invasora de un imitador de Charlot que, como Joaquin Phoenix en su última película, resultó tener muy poca gracia. Gran parte de Europa, tras el derrumbe de la aristocracia y la burguesía en la Unión Soviética, miraba con recelo hacia Oriente, y creyó ver en aquel hombrecillo de gesto ridículo al salvador de la propiedad privada. Otros, sin embargo, como Churchill, intuyeron sus trampas bajo el tapete de las mesas de negociación.

A pesar de las advertencias de austriacos, checos, polacos y del propio Winston, al continente le cogió por sorpresa el contagio del fascismo. Nadie sospechó que los ejércitos del eje pudieran cruzar el Danubio, el Rin e incluso el Sena para plantar sus cueros sobre los elegantes Campos Elíseos mientras los franceses aún se preguntaban si Hitler destronaría a los bolcheviques.

Fueron años apocalípticos que destruyeron la próspera Europa de los años 20, que redujeron a bocetos de ceniza irrepetibles ciudades como Budapest, Varsovia, Colonia, Berlín o Dresde, que destapó los instintos más abyectos de nuestra especie. Una guerra que se llevó consigo más de 40 millones de víctimas.

No hay más que rescatar las fotos del final de la guerra para comprobar el estado de desolación que mostraba Europa. Más que un viejo continente, parecía un zombi de esos que se arrastran en los escenarios de The Walking Dead. Un paisaje en blanco y negro proyectado hacia un futuro poco optimista. Y sin embargo, Europa levantó unas renovadas alas para surcar con mayúsculas la historia. Sólo unos pocos visionarios supieron encontrar las riendas y jinetear sobre el lomo de ese ave fénix surgido de los escombros. Entre ellos, Winston Churchill, quien viviría hasta los 89 años para comprobar que Europa fue reconstruida.

Todo eso fue mucho después. Antes, en otro de sus icónicos alegatos, comenzó diciendo que tan sólo podía ofrecer a los ingleses «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Porque, para afrontar una batalla, lo primero que hay que saber es el precio de la victoria. Una vez que se asume la pérdida, sólo resta empezar a ganar.

Winston Churchill lo sabía. Por eso, tras arrebatar el poder al cándido Neville Chamberlain, dio una calada a su Romeo y Julieta, un buen sorbo de whisky y se dispuso a entrar en la cámara baja del Parlamento del Reino Unido para dar su primer discurso como Primer Ministro. Era consciente de que al pueblo no le iban a agradar sus palabras, pero eran las únicas capaces de levantar un frente para salvar a Europa.

Desde mi responsable encierro en la punta del iceberg, recurro a la oratoria de mi admirado estadista Winston Churchill para dedicar un emocionado homenaje a mis paisanos en estos días inciertos: «Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas y nunca€, nunca nos rendiremos».