Ante la pérdida de un ser querido, no existe mayor impotencia que la de no poder estar presente en el momento de la despedida, para así poder confortar a sus más allegados con nuestra proximidad. Una extraña ausencia forzada que los muchos que queríamos a Diego Ríos Escobar hemos tenido que afrontar en estos días malhadados.

Quien esto escribe tiene la inmensa fortuna de haberlo tenido como tío, con todas las cálidas implicaciones afectivas que esa palabra tiene en una sociedad mediterránea como la nuestra y más allá. Por ello, estas breves y torpes líneas podrían estar plagadas de inagotables añoranzas familiares que en estos momentos desfilan por mi memoria: tardes radiantes de primos, chiringuitos con mesas interminables o comidas veraniegas bajo un emparrado. Mas permitan que me reserve esos momentos para atesorarlos en el instante en que pueda al fin fundirme en un abrazo con mis primos y con mi querida tía Mari Pepa, cuando esta maldita epidemia no sea sino un mal sueño. También podría glosar, sin duda, su meritoria faceta de empresario y abogado, cuyos estudios realizó simultaneándolos con la primera actividad de una forma que siempre despertó mi admiración. Pero no, hoy me gustaría rendir homenaje al hombre recto, justo y ecuánime, ante cuya serena altura moral uno sentía que las propias convicciones quizá estuvieran erradas, por más que ésa no fuese su intención en absoluto. Nuestra vecindad propició numerosos encuentros fortuitos en época reciente, en la que pudimos contrastar opiniones sobre política, sociedad y otros menesteres. En ellas siempre pude entrever, aun superada mi cincuentena, al tío protector que se sigue interesando de manera discreta por los progresos de su sobrino. Se le va a echar muchísimo de menos.