Un barco en una botella. Así nos sentimos muchos de los confinados por el virus que todo lo derriba como un gigantesco castillo de naipes. Los de oros y copas arriba, los de espadas y bastos por abajo, como siempre. Sin haber sido instruidos por profesores ni economistas, ni por el periodismo tampoco, nos hemos visto de una mañana a otra empujados a navegar varados dentro de un espacio transparente desde el que ver cómo suceden fuera las tormentas, bajo las que todo zozobra, y la bonanza de un azul cuyo vacío inquieta al vuelo de los pájaros. Una botella con corcho sellado que aísla de los salivazos de espuma, del empujón enviolentado de las olas, del estrangulamiento de la marea ciega, del índigo en calma que también hunde hacia lo abisal la respiración vencida de la mirada, el latido de los labios enamorados del aire. ¿Quién iba a decirnos hace unas semanas que no serían los 38 microgramos/m3 de SO2, óxidos de nitrógeno y de otras partículas contaminantes de lo que tendríamos que defender nuestros pulmones? Es un virus el que nos ha metido en la botella en cuyo interior desplegamos nuestras velas, y en su ruta diaria manejamos el gobierno del timón de ocho brazos a contraluz o a popa. Igual que trazamos sobre cartas las derrotas y coordenadas del rumbo, y lo mantenemos firme a pesar de la incertidumbre. Nunca sabemos cuándo otras manos desde fuera, posiblemente las del destino y su temporal, zarandearán la botella jugado a que en nuestro barco zozobremos, aunque sea dentro del mar invisible y seco en el que nos creemos a salvo. Al menos hasta que en el cristal de su casco no se abra una imperceptible, al principio, vía de agua en la línea de flotación y haga saltar la quietud falsa de sus imaginaria marea, el pulmón al vacío de la botella.

No es difícil sentirse de esta manera en esta sorprendente quiebra de la vida, del mundo, de todo aquello con lo que las sociedades, la mujer y el hombre han determinado el mapa de la existencia, todo lo cotidiano que de repente se ha vuelto frágil, inservible, fuera de cualquier balanza de tiempo. Ni siquiera nos vale ya la vieja frase de «Casi de todo hace veinte años», que tanto repetía el maestro Manuel Alcántara en los penúltimos días de comer con desgana simulada -a un lado las piezas de carne y de nuevo al centro, de beber sin la alegría ni su saque habitual, contentándose tan sólo con la compañía de los más cercanos. Ninguno la pronunciamos ahora porque esa medida de tango de la memoria ha sido sustituida por la de quién iba a decirnos ayer. La última cerveza alrededor del fútbol; el vino con queso después de clase; los esfuerzos por hacer de la Feria del Libro un evento a la altura de ciudad y su imagen de cultura y prestigio; el paseo frente al crespúsculo desabrochándose de luces vivas para desnudar su sombra a nado por la vereda de mar de la luna. Los besos del amor de vuelta a casa o en la mejilla envejecida de piel y de sueños de las madres y padres donde nuestra infancia abrigó los miedos o el llanto.

Todo, las emociones y los objetos, se han convertido en piezas de anticuario como ese barco dentro de una botella cuyo mensaje desconoce si le aguarda una orilla o alcanzará su vista a una línea de costa bajo el vuelo del albatros, o si será su lecho el fondo del mar que se está convirtiendo en un desierto. O si será su sino morar en el vientre de esa metáfora de ballena -mitad realismo mágico y en su otra parte real amenaza de la globalización- que todo lo engulle. La seguridad a coste cero de la que disfrutábamos inconscientes, del turismo que de repente se ha desplomado y tardará en volver a arrancar el motor económico de nuestra economía nacional y local. Y sobre todo del trabajo. El que estalla como una pompapola a pesar de los años, del esfuerzo, de la reputación, y del que enseguida -al contrario que en Italia donde su Ejecutivo ha prohibido durante dos meses que las empresas puedan despedir a sus empleados por motivos económicos, derivados de la situación de emergencia que se está viviendo por el Covid-19- se hacen ERTES el mismo día que mandan a sus empleados a casa, con la promesa de boca chica y pie más estrecho de una vuelta a nómina después de esta tormenta blanca. Si es que, igual que ha sucedido en algunas, no los han empujado a acudir a sus puestos de trabajo a pesar del decreto del Gobierno y hasta que no han tenido más remedio ante el miedo de la gente. Hay gente para todo, lo lamentable es que los que responden a este perfil casi siempre se las arreglan para escurrir el bulto. Unas veces por su poder, otras porque les funciona muy bien su capacidad de seducción, en algunos casos porque otros por encima no resuelven la toma de decisiones. Da igual, lo que contará será el paisaje a la vuelta de esta batalla. No habrá edificios desgarrados por las bombas ni con balazos en las heridas secas de su fachada. Tampoco el asfalto estará reventado en socavones, ni la jungla de lo salvaje habrá invadido lo urbano, a pesar de que en Barcelona se han visto jabalíes de noche en sentido contrario al tráfico por las avenidas deslumbradas de su propio vacío. La imagen de la civilización permanecerá intocable pero se habrán perdido muchas vidas humanas, sin el calor del amor del llanto de la despedida, el último beso con el que cruzar cada uno al otro lado de la muerte.

El presente sufre una metamorfosis permanente y el mañana parece una ausencia sin vistas. Lo dije el otro día desde La Ventana del Nautilus que he abierto en las redes para hacer de los libros una isla de encuentro de Robinsones. A diario, intentando hacer del presente un mañana y del mañana un presente de todo aquello que nos une, que nos enriquece, que nos regala el bienestar de las pequeñas y sencillas cosas que de momento disfrutamos. Ver películas; leer con silencio y entrega; preparar comidas a fuego lento; descorcharle a un vino el lento bouquet de su espíritu; mirar la ciudad desde lo alto o de frente, el paisaje y las estrellas en hora punta disfrutando lo que no advertíamos en nuestra ceguera de las prisas; decirle a los amigos que se cuiden; hablar por teléfono con aquellos a los que habíamos ido dejando sin motivo que el polvo cubriese de olvido; descubrir que los vecinos no son los otros sino nosotros; escribirle cartas de ánimo a los pacientes que luchan solos, adultos, niños, vagabundos cuya esperanza caducó del todo hace demasiado tiempo. Muchos están haciendo lo mismo y desde sus redes nos regalan conciertos -Javier Ojeda, Toni Zenet, Ángela Muro-; sus recomendaciones de libros; sus documentales -como el de La Alhambra en peligro de José Sánchez Montes-; sus maravillosos retratos al dibujo -Juan Vida, Rafael Alvarado, Juan Pinilla-; la atmósfera de sus fotografías -Emilio Castro, Lisbeth Salas, Ricardo Martín, Paco Cobos-; reportajes acerca de lo que leen o escriben los escritores en cuarentena, o sus Bitácoras de cabotaje y siempre El Palique de Jose María de Loma para reírse un rato o aprender cómo hacer la merluza a la parrilla o la salsa idónea para cualquier bocado de los que cocina estos días la dieta de la política. Y noticias, las que se buscan, las que se interrogan, las que duelen, las que luchan por abrirse paso entre el alud de fake news y las que se marchitan porque sus editores no supieron darle la actualidad que requerían. Ninguna entre ellas se parece a la de la ministra de Cultura alemana, Monika Grütters, que ha incluido a la cultura en el rescate financiero programado por el Gobierno de Ángela Merkel, para sostenimiento del empleo y una línea de liquidez ilimitada a la que podrán acceder grandes teatros, pymes y profesionales del gremio -como los libreros que en España se ven abocados al cierre- afectados por la cuarentena. Más que nunca, hoy y después de lo que sucederá mañana, la cultura es la patria que no miente ni traiciona ni enardece a la contra.

Un barco en una botella. Es lo que somos. En familia y solos, aislados o en compañía, a la deriva y sin certezas. No sabemos si de este Cabo de Hornos saldremos convertidos en lobos de mar curtidos de sal y espuma. Si se cruzará Moby Dick en una de nuestras noches o si seremos supervivientes Crusoe en una isla en la que repensar lo que fuimos y lo que no queremos volver a ser. Ni siquiera sabemos si sirve guardarle dentro el mensaje de esperanza de nuestro naufragio, o quizás el arrebato íntimo de un poema y que sea la naturaleza o los hados los que transformen la botella en una caracola de mar para, que dentro de otro siglo, sea un niño quien la encuentre en una playa y escuché la canción de su relato con la felicidad del misterio en su sonrisa. Es lo que nos queda, soñar un destino azul para el corazón de esa botella.