Sé que no estoy loco a causa de este ya largo encierro porque aún ordeno los pares de calcetines de dos en dos y junto a su semejante. El pasado finde cité sobre el sofá del salón varios cuadros de mis antepasados, en primera convocatoria, y por falta de quorum, algunos esbozos de lo que podría haber sido un retrato de algún antepasado mío, en segunda. Entre todos hablamos muy seriamente conmigo. Como en cualquier familia siempre se ocultan agravios que se airearon al hilo de la tensión del momento. Fue una reunión bastante convulsa, pero al final me convencieron de que yo no era Robinson y, sobre todo, de que no encendiera más hogueras en la terraza para hacer señales a los barcos, razonaron, entre otros motivos, que mi fachada se orienta de espaldas al mar. Me he afeitado y he devuelto el chimpancé al zoo con una gran llantina por parte de ambos; además le restituí la decoración selvática de su jaula. Mis hábitos vitales se corresponden ahora con los que padecería durante esa jornada laboral tan beneficiosa para la salud según indican los jefes. No es lo mismo soportar un confinamiento en un pueblucho de Siberia, donde dicen que es imposible distinguir una persona de un oso pardo hasta que no estás desnudo en la cama, que soportar este desajuste de la existencia en Málaga la callejera. Si el malagueño está en casa es que se va a duchar para salir. Los anacoretas marchaban al desierto y se subían a una columna donde no tenía mucho mérito desplegar aquellas vidas contemplativas y castas que nos relatan sus hagiografías. Quien se agitaba un poco se despeñaba, lo que provocaba gran jolgorio entre sus hermanos en la fe. Uno menos en esa carrera por ver quién era el elegido de Dios y podría ir en moto a buscar pizzas y refrescos para complacer al Altísimo. En la soledad del desierto es fácil exhibir una conducta virtuosa. Aquí es muy complicado. No obstante me atrevo a decir que el verdadero, el genuino protagonista de este encierro, al menos en nuestra tierra, es el pueblo malagueño. Y eso no se atrevió a discutírmelo ni Jueves, mi chimpancé.

No sólo vamos a ganar la batalla al virus, sino también esa que nos queda para explicarnos lo sucedido con el papel higiénico. Esta epidemia va a modificar muchos conceptos vitales. Por lo pronto el alcalde de Baltimore ha rogado a sus conciudadanos que abandonen esa costumbre de dispararse para que se queden libres servicios hospitalarios esenciales con los que paliar esta moderna peste negra. La Asociación Nacional del Rifle ha respondido que cada ciudadano tiene derecho a saludar a su vecino como considere. En Madrid, un matrimonio ha sido detenido en un mercado porque la mujer se negaba a dejar que el marido comprara solo. La tarde anterior hizo acopio de 15 juegos de martillos y llaves inglesas como alimentos de primera necesidad. Después de hervirlos durante un par de horas comprendió que no combinaban bien con la salsa bearnesa. Este virus es pésimo para las personas mayores, en efecto. Estamos ante una pandemia y, además, un meteorito gira cerca de la Tierra. Tiempos apocalípticos en los que alguien me saludó en el supermercado vestido con una mascarilla amplia, unas gafas de sol negras como ruedas de coche y un sombrero. Me giré varias veces riendo a carcajadas descreídas en busca de la cámara que grabase la broma. Pensé que la había descubierto; le arrojé varios cocos que había en un cajón junto a mí, pero no. Me echaron por escándalo. Amenacé con volver. Pero descubrieron mi engaño, el bañador y chanclas desentonaban con la chaqueta de pana y esa escafandra de buzo que supuse me haría invisible ante los vigilantes. Quizás me delató mi intento de saltarme la cola de la entrada al grito de Banzai. El caso es que aún no he perdido mi raciocinio o no, en proporción a la media de la humanidad. Me calma mucho sentarme ante la lavadora y contar sus vueltas cuando centrifuga, imito su movimiento con la cabeza hasta que caigo aturdido. Eso sí, me lavo bastante las manos y el despertador suena a su hora.