Málaga es una ciudad complicada en lo futbolístico, tal vez como en tantas otras cosas. Aquí, nunca nada es sencillo, ni publicar un libro ni sacar un periódico a la calle todos los días. Ni siquiera la gestión del coronavirus lo está siendo. Siempre, en cualquier asunto, asoma el sainete. ¿O no es irónico, si no fuera trágico, que nuestros sanitarios estén atendiendo a los enfermos sin mascarillas ni material adecuado? Pueden pensar que es un rasgo compartido con todo el país, pero la respuestas made in Málaga siempre tienen toque surrealista o naif, según el caso. Pero hoy no quiero hablar del maldito virus, sino de una de las personalidades que, en vida, generó mayor unanimidad en el malaguismo: Joaquín Peiró. Cogió el equipo albiazul en tiempos mucho mejores que los de ahora. Entonces, a finales de los noventa, aún podíamos recordar la travesía en el desierto de la Tercera y la Segunda B, los campos de tierra, las retransmisiones radiofónicas de compañeros subidos a una furgoneta para llevar a los hogares malagueños los mejores lances de un partido. Por entonces, el Málaga Club de Fútbol, envuelto aún en los ropajes del Club Deportivo Málaga, fenecido para vergüenza de todos, se ponía de pie y, pese al techo de cristal de los veinte mil abonados, reivindicaba en aquella Segunda División en la que ya los derechos del fútbol habían prostituido el juego y los valores deportivos, la pureza de los equipos ascensor, esos que se pasaron la vida asomándose a varias categorías según la catadura moral de sus dirigentes y sus ganas de dejarse el dinero en un proyecto futbolístico, que siempre tiene más de utópico que de negocio. A ese Málaga, que aún sonaba a tertulia deportiva en la Cope de Paco Cañete (y que forman parte esencial de mi memoria sentimental y futbolística), llegó Joaquín Peiró, un técnico alejado del común de los entrenadores, cortado con otro perfil, un hombre de club que tenía una concepción futbolística bella, que hacía circular el balón con fluidez entre sus futbolistas, que sabía que la salsa del fútbol está en el contragolpe bien ejecutado, al igual que ocurre en la vida, que llamaba de usted a los jugadores y que se dirigía a los árbitros con educación. Un tipo humilde y currante que había triunfado como futbolista en un Atlético de Madrid de ensueño, donde pasó ocho temporadas gobernando la banda izquierda como quien dirige un país: creó una dictadura en esa zona del campo, la suya. El Galgo del Metropolitano, lo llamaban. Pasó por Italia. Ya mayor, en torno a los sesenta años, llegó al banquillo albiazul para dar oxígeno a un Málaga que iba a forjar una leyenda en torno a jugadores como Movilla, Roberto Valcárcel, De los Santos, Catanha, Agostinho o el gran Darío Silva. Aquel equipo sabía pintarle el alma al rival, superó sin mácula la dura prueba de la Segunda División y ascendió a Primera en una temporada grandiosa, gigantesca, unas imágenes que hoy se remueven en mi memoria en sepia aunque soy consciente del calor asfixiante y de la luminosidad de aquel día frente al Albacete en una Rosaleda como nunca había visto; y luego llegaron aquellas mágicas temporadas en Primera mirando de tú a tú al Madrid o al Barcelona, aunque siempre desde la discreción de la mitad de la tabla. Y en la banda, siempre él, el hombre callado que sabía imponerse cuando debía con toda la fuerza de una diplomacia amable, el tipo de entrenador alejado de las estrellas y las portadas y los éxitos fulgurantes de jugadores que luego pierden el oremus, un hombre llano y sencillo que entendía que el fútbol era una correlato de la vida y que se juega como se es. Es el entrenador malaguista con más partidos de la historia, durante varios años actuó como psicólogo social de un malaguismo aún asustado por la travesía de mediados de los noventa, el olor del albero pegado a nuestras pituitarias, mientras poco después se gestaba el abismo catarí, un precipicio por el que caímos por perder a referentes como él. Descanse en paz.