Mi padre me habría dicho «Aprovecha el tiempo». Que trabajo me cuesta hablar de él en pasado y asumir que ya no me oye si le digo que no hacer nada también es aprovechar el tiempo. Os oigo y os leo cocinar, hacer ejercicio, cursar estudios de alemán o de alfarería, aplaudir en balcones, hacer limpieza general de izquierda a derecha y vuelta a empezar. Os oigo escribir, opinar o denigrar con un ímpetu sobrehumano. Y quienes no hacen se lamentan por no hacer, buscando en el fondo de sus recursos qué poder hacer, qué poder aportar a la nada absoluta que es este primero de pandemia, que sólo toca la parte general, cómo poder soportar la inactiva compañía hasta que encuentran una receta para hacer un bizcocho. Hay quienes han hecho del confinamiento una excusa para hacer cada vez más elaborados collares de macarrones, por mucho que lo llamen de otra manera que hoy en día salen a la luz en TikTok o en las Stories de Instagram. Allá vosotros. Ya se os acabarán los planes.

Yo no quiero hacer nada. Quiero ver que el tiempo pasa morosamente, como el postre que nos deleita y del que quisiéramos que la ultima cucharada fuera de nuevo la primera. No quiero hacer nada más que contemplar todo y nada, como un San Juan de la Cruz con sudadera y vaqueros al que han metido donde no sabe y se tiene que quedar no sabiendo. No voy a hacer zumba, ni pilates, ni cocina vegetariana, ni origami. La montaña de libros sigue ahí y la única novedad son las gafas de ver que les ha crecido a su vera, en necesaria simbiosis, para cuando y por si acaso. Pero no.

No me toméis como un ejemplo en este no hacer que, como dijo Séneca, nada necesita menos esfuerzo que estar triste. Ya me encargo yo de ello.