El paisaje se ha vuelto otro, no es el que solía ser. Día a día tratamos de acomodarnos él a mí y yo a él, de mutuamente reconocernos.

Y es que ahora vivo de otro modo, en otro espacio. Un modo y un espacio casi extraño para quien suele pasarse la vida en la calle, rodeado de otras cosas y otros paisajes. Lo más curioso es que ahora mi paisaje es mi casa y lo que me rodean son mis cosas, mis propias cosas, y he descubierto que me son, o me han estado siendo, cercanamente extrañas.

Supongo que esto que me pasa no solo me pasa a mí, porque nadie es una isla. Yo solamente soy uno más de los 2.600 millones de personas que están en aislamiento en el mundo según las últimas estadísticas, que hubiera dicho Dámaso Alonso. Uno más entre esa inmensa tercera parte de la población mundial que vive confinada por la pandemia del coronavirus.

Así que una buena parte de la humanidad está viviendo esta experiencia de encontrarse consigo mismo y con sus cosas. Juan Ramón Jiménez, uno de mis laicos patronos, se maravillaba de «¡qué quietas están las cosas! Y qué bien se está con ellas», y yo no he dejado de acordarme de esos versos suyos desde hace media luna, desde que la prudencia y la ley me mantienen aquí, en casa, casi todo el tiempo en la habitación que fui acomodando con mis libros y mis trastos, y que mi hermano Rafael Maldonado dice que es, exactamente, la plasmación de mi mente.

Y he descubierto que, una vez más, Juan Ramón tenía razón, que se está muy bien con las cosas de uno porque son amables y se están quietas y porque parece que te quieren como tú las quieres a ellas.

Yo siempre he tenido apego a los objetos. Creo en ellos como en amuletos y, junto a los libros, han ido formando un modo propio de genealogía. Porque las cosas guardan profundos secretos que son una sutil manera de alma. El cochecito que divirtió mi infancia custodia una tarde de anginas y reposo; el calibre preferido de mi padre, su minucioso modo de construir lo imposible; los libros que me regaló Manolo, su alma y su caligrafía; y aquel ángel que compré en Postdam, una delgada plegaria por nosotros, por todos nosotros.

Y he acabado aceptando que no se está tan mal aquí, después de todo, rodeado de todas estas cosas que son tan mías como yo soy suyo, que me retratan como nos retratan, en silencio, los espejos. Y sé que, llegado el día, todas me sobrevivirán, y sus pequeñas almas sufrirán mi ausencia como yo sufriría, sin duda, su extravío, ahora que somos tan íntimos, ahora que son todo mi

mundo.