Comenzamos por tolerar al compañero que copia en el examen, más tarde al que deja el coche en segunda fila; finalmente, nos burlamos del que paga con IVA y nos parece normal que el vecino acristale su terraza, en abierto desafío a las ordenanzas urbanísticas. Se trata de una tolerancia con el fullero que sorprende mucho a quienes proceden de otras culturas menos transigentes con los tramposos.

Con estos mimbres, resulta lógico que los pillos que desafían el Estado de emergencia para hacer deporte o pasear al perro durante horas sean vistos con cierta complacencia: tampoco es para tanto, oiga. La calle estaba vacía, no hacía daño a nadie. El pobre. Hay que ver, qué gente tan exagerada quienes se indignan desde sus balcones: unos mojigatos, les falta decir.

Pero no, no se trata de una travesura. Quizás no han comprendido qué es una emergencia como la actual. Tampoco comprenden la impotencia que sienten quienes temen que en el colosal esfuerzo colectivo aparezcan fisuras que lleven el virus hacia el sitio menos oportuno.

He leído estos días la expresión «Gestapo de los balcones» referida a quienes se indignan ante tales muestras de desprecio por el sacrificio de toda una sociedad, que se esfuerza por proteger a los más vulnerables y, a la vez, ayudar a quienes nos protegen, al personal sanitario. Según ese razonamiento, quienes se saltan el confinamiento por capricho serían entonces unos héroes de la resistencia. Pues no: son unos miserables. Toda nuestra admiración y aliento deben reservarse para quienes miran cara a cara al monstruo a diario, y ellos nos insisten: quedaos en casa. Ellos sí son los héroes.