—No pienso ir con ustedes —dije.

Y yo mismo me sorprendí ante la firmeza de mi negativa. El agente Millán tenía la lata de Amarillo Atómico en la mano, pensé que la iba a lanzar contra mí.

—¿Cómo?

—Yo no he hecho nada malo. Necesitarán una orden de arresto o algo así, ¿no?

—Tú has visto demasiadas películas —dijo el agente Millán.

Sacó las esposas y se acercó a mí. Sus casi noventa kilos de humanidad daban menos miedo que su mirada. La agente Delgado se interpuso entre nosotros. Con tranquilidad, me pidió que me sentara. Lo hice. Entonces me di cuenta: estaba temblando. Mientras el agente Millán se dirigía a la única ventana del apartamento, y permanecía allí, la agente Delgado me ofreció un vaso de agua.

—Vamos a ver, Mayo, esto no es una de tus novelas. Esto es la vida real y, en la vida real, nuestros actos tienen consecuencias, ¿lo entiendes?

Asentí. Louise había salido de debajo del sillón y nos miraba con la misma expectación que observaría una mosca estrellarse contra el cristal de la ventana.

—Anoche te vieron con una chica —continuó la agente Delgado—. Esta mañana la chica ha desaparecido. Te niegas a venir con nosotros a comisaría. ¿No crees que es un poco sospechoso?

Decidí jugármela. A pesar del miedo que sentía, quería saber la verdad.

—Pero no es la única chica que ha desaparecido —dije, sin atreverme a apartar la vista de la gata.

—¿Cómo dices? —preguntó la agente.

—Que ha habido otras chicas antes.

Ella se incorporó.

—¿Qué puedes contarnos sobre eso?

Así que era verdad, pensé. Era cierto que había un asesino en serie suelto y no sabíamos nada. No podía creerme que, en pleno siglo XXI, con tanto Twitter, se pudiera mantener en secreto algo así. La historia era todavía mejor de lo que había creído en un principio. Que la policía lo hubiera silenciado le añadía un matiz muy interesante. En realidad, ¿qué sabemos de lo que pasa? Sólo lo que ellos quieren que sepamos.

—Sólo sé que no sé nada —dije.

El agente Millán se volvió hacia mí desde la ventana y dijo "Este es gilipollas". Su compañera sonrió y cerró los ojos.

—Te voy a decir lo que pienso —dijo—. Creo que eres un niñato consentido, no un asesino, un niñato consentido que sabe algo y se cree muy listo. Y sólo tienes dos opciones: contarnos lo que sabes y colaborar o no contarnos nada y que lo descubramos nosotros. En este último caso, no será sólo tu conciencia lo que te pese.

Su amenaza no terminó de amilanarme. Aquello me superaba, tenía razón en eso, pero si hubieran tenido algo contra mí, ya lo habrían usado. Complicarme la vida nunca ha estado entre mis prioridades. Aunque eso signifique dejar a un asesino en libertad. Insistí en que se marcharan. Les acompañé hasta la puerta. El agente Millán habló antes de que la cerrara.

—No sabes lo que estás haciendo —dijo, señalándome—. Cuando te estés cagando de miedo, no llames a los buenos.

Consiguió que le mirase a los ojos. Eran pequeños, pero estaban llenos de rabia.

—¿Te crees que eres el primero con el que ha contactado?

¿Qué quería decir? No podía preguntarle sin comprometerme, pero ¿hasta dónde sabían?, ¿qué era lo que habían averiguado? Cerré la puerta y me dirigí al ordenador. Tenía varias videollamadas perdidas. Moví el cursor sobre la fotografía de su perfil. Aquella cabeza de jabalí me miraba como un muñeco. Me quité la chaqueta y saqué el sobre. Puse el dinero sobre la mesa, al lado del ordenador, y examiné la bolsita de plástico transparente. ¿Sería aquel mechón de pelo de la estudiante de español? ¿En serio? Louise se subió a la mesa y se tumbó delante del teclado, con la cabeza apoyada sobre el ratón. Inmediatamente, empezó a ronronear, antes incluso de que yo la acariciase.

—¿Qué hago, preciosa? —le pregunté en voz alta.

Los gatos no suelen responder a las preguntas. Abrí la bolsita de plástico y saqué el mechón. Sí, parecía sangre. Lo tiré todo al retrete, incluido el sobre blanco que tenía escrito en rotulador rojo PARA MAYO. Los billetes los guardé entre mis manuscritos. Aura nunca miraba en esa estantería. Esas novelas que había terminado y estaban ahí esperando la respuesta de alguna editorial, el fallo de algún premio literario, seguirían ahí mucho tiempo. Siempre podría echar mano de ese dinero si las cosas se complicaban. ¿Todavía más? "Los libros sólo sirven para que los listos farden acerca de toda la mierda que han leído. Todo lo que necesitas saber lo puedes sacar de la prensa y de la tele". Es de 'Trainspotting', de Irvine Welsh. Todavía no existía internet. Bloqueé en Instagram a El asesino del Guadalmedina. Si quería volver a ponerse en contacto conmigo, tendría que crearse otro perfil. No le costaría mucho, pero era una declaración de intenciones. Nadie ha leído el libro, 'Trainspotting', aunque la película fue muy popular. Y está muy bien, pero el libro está todavía mejor. En ambas versiones, uno de los personajes principales, Renton, lo interpreta Ewan McGregor, coge el dinero y sale corriendo. Es un yonqui, un drogadicto al que no le importan las consecuencias, que rechaza la sociedad burguesa en la que vive. El libro, esto ya es mucho más difícil de transmitir a través del lenguaje audiovisual, es una crítica frontal al sistema, una experimentación con la forma que va más allá de fatuos fuegos artificiales, llena de localismos escoceses. Irvine Welsh se consagró con aquel libro punk, la primera novela que publicaba, escrita con el lenguaje callejero de los que no tienen voz. Ni futuro. Mis libros también necesitaban un mensaje. Y, sobre todo, que yo creyera en ellos, sentir que lo que estaba creando no era sólo un artefacto destinado a entretener a esa burguesía que yo, como Welsh, rechazaba, pero estaba dispuesto a entretener a cambio de un mínimo de reflexión. Para mí la escritura siempre había sido un fin, no un medio. ¿Podía conseguir aquello con las peripecias de un asesino en serie? Bret Easton Ellis ya lo había intentado con su 'American Psycho'. Siguiendo con las referencias anglosajonas, prefería un Nick Hornby y su 'Alta fidelidad' o la descarnada, sucia y trepidante novela 'Dinero' de Martin Amis. Por mucho que un asesino en serie estuviera dispuesto a pagarme, no, no iba a venderme. Todavía.

El tono de una videollamada perturbó a Louise. La gata se removió contra mi pecho y volvió a acomodarse entre mis brazos. Me había acostumbrado a escribir así. Iba más despacio y toda mi ropa se llenaba de pelos, pero me gustaba sentir su contacto. Observé unos instantes la fotografía del jabalí en el centro de la pantalla. Rechacé la llamada. Bloqueé su usuario y tapé la cámara web. Un amigo, bastante obsesionado con la privacidad, me había regalado una cubierta hacía poco. No era más que un trozo de plástico autoadhesivo que podía deslizarse para cubrir la lente de la cámara. Tan sencillo como práctico. Busqué la playlist "No sabían tocar y conquistaron el mundo", activé el modo aleatorio, empezó a sonar 'Heroin' de The velvet underground y abrí el procesador de textos.