El coronavirus ha convertido los balcones en un alegre patio de vecinos. Canciones en vivo, aplausos sin guantes y con el corazón agradecido, vítores civiles, saludos con la palma abierta en abanico, disjéis improvisados, coreografías colectivas entre pisos de diferentes edificios, bromas del tipo del bloque de enfrente que le pide a Carlos mi cuñado que le tire un rollo de papel higiénico, porque a él se le ha terminado. Sólo faltan astrólogos que presagien el destino -aunque lo hacen a destajo a través de la telefonía de madrugada, aunque de los pasos de VISA sólo se lleven unos decimales-. Echo en falta igualmente actores de micro teatro a los que el dramaturgo Gonzalo Campos podría proponerle historias escénicas de 15 metros por 15 minutos. La verdad es que me imagino a Mercedes León, Asun Ayllón, Virginia Nöltting, Natalia Ortiz, Eduardo Velasco, Juan Antonio Hidalgo, Eduardo Duro, interpretando piezas de Juan Hurtado, de Pablo Bujalance, de Rafael Torán en el espacio de terraza parecido al de una platea, pero con algunas macetas, un tendedero plegable y un cierre invisible que Ángel Baena abriese con mimo. Me encantaría que en las fachadas no sólo se proyectasen, como han hecho en la sevillana Torre del Oro, los rostros de los nuevos héroes de la sanidad en el frente o los saludos a sus abuelos de los niños en un barrio de Tenerife, sino también el baile danza de esa Maga de nombre Nieves Rosales, a Luz Arcas contemporáneamente Bauch o a Sara Baras farruca en su taconeo sobre las tablas del fuego, con ese perfil bello de blanco y duende que siempre le orla Jose A. Ramos con su cámara.

No podría faltar en los escenarios que andan improvisándose, a partir de las 20 horas del aplauso a los héroes sanitarios, algún que otro documental de José Antonio Hergueta. Tal vez un adelante del último sobre Javier Ojeda saltando al vaivén de las olas del bajo izquierda al noveno derecha con la voz en alto. Ni Carlos Álvarez y Antonio Torres barítonos adelantándole una hora a la noche, o Lito Fernández con su Blues Band y su toque de seis cuerdas. La Mari y Dry Martina haciéndonos bailar dejando salir la alegría, corazón que late, y Toni Zenet cantándonos un trocito de cielo entre tu balcón y mi ventana. También un recuerdo para Rockberto que andaría sacándole tabletom a la cuarentena. Y para que los vecinos dejen de tener pereza de adentrarse en un libro de poemas, estaría bien que los versos se descuelguen o trepen, en cualquier frontis o portada el centro o de los barrios, igual que enredaderas o que el viento los avive como una velas sobre las que leer en letra de luna el viaje de las gavieras de Aurora Luque; el diario de a bordo de Diego Medina Poveda; los fuegos japoneses sobre la bahía de Isabel Pérez Montalbán; una isla del Egeo de Antonio Lucas; naumaquias de Taján; líneas de sombra de Jiménez Millán o el mendigo que en un poema de José Luis González Vera revuelve en la basura un álbum de fotografías con huellas. Su intimidad, su estado de alerta o su entusiasmo compartidos por una pareja de beso con pasión de cine de David Felipe Arranz, en la cubierta de cualquiera de los barcos de Litoral a los que Lorenzo Saval les esculpe mascarones de proa con velocidad de automóviles de senderos de curvas azules. Cuántos mundos en las fachadas a las que transformar, en defensa propia de los libreros, en estanterías con pasillos temáticos y anaqueles con títulos de perfil, portadas de fondo, de novedades, clásicos en los que encontrar siempre una lección del pasado acerca del hombre y de sus catástrofes. Libros que guardan para cada uno, aunque los más jóvenes quizá no lo sepan, un mapa para la aventura que les espera o la identidad en la que pueden convertirse si su imaginación se atreve.

No me olvido, ahora que celebramos los cinco años del Centro Pompidou Málaga y del Museo Ruso, de los maravillosos vidrios de Kandinsky ni del contracultural y rebelde Jean Dubbuffet -que sobre lo que imagino y les cuento tiene el cuadro 'Apartment Houses, Paris' 1946 en el Metropolitan Museum-. Cualquiera de sus piezas expuestas, igual que grafitis de perfecto acabado y junto a ellas el color de las mujeres o los dibujos de exquisita libertad de lápiz del maestro del Museo Picasso Málaga. El arte escapando de los museos, y mezclándose vivo y festivo -lo mismo que cuando en las exposiciones de Ignacio del Río o de Javier Marín casi se cortan animosas sus calles- con el talento plástico de Málaga. Por ejemplo, porque son muchos los nombres, los exteriores y alzados de los setenta o de las nuevas viviendas entre el racionalismo y la abstracción volumétrica, el informalismo poético de Enrique Brinkmann; la fuerza del pop de Eugenio Chicano; las pinturas cinematográficas de Sebastián Navas y de José Luis Puche, con sus atmósferas entre la erosión y la memoria; las criaturas traviesas de Chema Lumbreras; las naturalezas del color como hábitat de Óscar Pérez; las arquitecturas del hedonismo de Diego Santos; la goyesca mirada social de Alvarado; las mensajeras de Charo Carrera; los pentagramas del vacío de Mati Moreno; la urdimbre entre lo sensorial y lo matérico de Jesús Zurita; las criaturas narrativas de Fernando Robles; los barcos de papiroflexia de Ismael Kachtihi acerca de la inmigración de la que ya no se habla; la gestualidad de las figuras en tránsito de Lourdes Ramírez; los pensamientos de la música como paisajes de Fernando de la Rosa; las ficciones del yo en la pintura como idea e interrogante de Chema Cobo; los libros pájaros de Aixa Portero anidando en las fachadas, y a Cristina Savage limpiando en salas de museo, homenaje ahora a la tarea imprescindible y expuesta de estas trabajadoras invisibles como denuncia la artista en sus performances.

Toda Málaga convertida desde la piel vertical de sus edificios en páginas de las historias de sus narradores -Antonio Soler, Garriga Vela, Isabel Bono, Pablo Aranda, Felipe R. Navarro, Carlos Pranger-, con aforismos de Rafael Pérez Estrada y de Jose María de Loma. O de la prosa de prensa de Juan Gaitán, de Mariano Vergara, de Salvador Moreno Peralta, y las rutas del cuaderno de viaje de Mónica López. Ni una sola vivienda, en bloque o en manzana, sin pequeñas escenas literarias, al óleo o en partitira, de esculturas de Yesa, del cine de Ramón Salazar, de Kike Mesa, de Isa Sánchez, Ignacio Nacho, Rafatal o de José Enrique Sánchez con interpretaciones escogidas de Fernando de la Torre, Antonio Banderas, Adelfa Calvo, Salva Reina o María Mira, enfocadas en abierto a combatir el miedo, el peso de las rutinas recluidas, el exceso de ruido informativo que tan bien explica la magnífica serie La voz más alta con un soberbio Russell Crowe en el papel protagonista de Roger Ailes, el fundador de la cadena FOX, y artífice de las fakes news. La estrategia que le condujo al éxito, al acoso y la manipulación de lo político, y cuyo poder goza de auge en estos momentos de falta de ética y de solidaridad de quiénes en lugar de sumar conciencia de Estado, se empecinan broncos, sin conocidos méritos de curriculum ajeno a su labor de tiradores, en restar y en dividir, avivando las peligrosas llamas del descrédito y del viejo egoísmo que siempre alimentó la enajenación de los conflictos. Tampoco ayudan mucho Alemania ni Holanda en una situación de urgencia que exige estar a la altura exigida de una Europa común, a la que del todo se la ha caído su desmadejada máscara.

Un incierto panorama en la sanidad, en lo laboral y en lo económico, ante el que la cultura está respondiendo con generosidad y madurez. Cada disciplina y cada profesional a su manera, compartiendo creatividad, recomendaciones, momentos de evasión y de disfrute, igual que de conocimiento y de fomento de la lectura, aunque chirríen miradas que tachan este movimiento de egolatría y hartazgo, exigiendo un silencio en claustro para pensar, precisamente lo que a ellos mismos se niegan. Meditar, reflexionar, claro que es muy necesario, en la evaluación de las medidas, de los errores y de los vacíos de manera responsable y seria en lo político. Y también en la cultura porque desde la Asociación para el Desarrollo de la Propiedad Intelectual (Adepi) se cuantifican unas pérdidas de casi 3.000 millones de euros, frente a los 660 millones de euros que perderá La Liga de fútbol. Confiemos en que las diferentes instituciones de gobierno asuman el ejemplo de Alemania para cuya política la cultura no es un lujo, y por ello han aprobado una serie de medidas concretas de apoyo para paliar los efectos de las medidas de emergencia que afectan a los eslabones más débiles del sector.

La realidad no corresponde a esta distopía con la que he pretendido homenajear la creatividad espontánea y amateur de los balcones, la de los profesionales que desde sus ventanas participan con la misma generosidad, y sobre todo a la importancia de la cultura, como pilares para reconstruir los sueños, la identidad, la autoestima. La de los marineros que somos todos en esta ciudad en proa al mar donde cada día amanecen solos los delfines. Ojalá también la cultura tenga sus aplausos.