Mi dormitorio tiene dos bow-windows, especies de miradores muy comunes en Inglaterra, como aquel en Londres, desde el que la señora Dalloway veía pasar la vida en la que temía sumergirse, a través de las que penetra una luz grisácea, plomiza y sucia. Escucho el silencio, como Mercedes, solo interrumpido de forma machacante por mis acúfenos, «ese grillo en una noche eterna», como lo definió alguien que no recuerdo. Para romperlo conecto en mi móvil Stella coeli extirpavit, un bellísimo canto gregoriano medieval para tiempo de peste, muy indicado para estos tiempos. Y vuelvo a pensar en todo lo que le debemos al confinamiento voluntario de las órdenes claustrales.

El edificio está situado junto al arroyo de la Caleta, donde en la riada de 1907 se ahogó un antepasado Heaton en un tílburi. Los Heaton eran un tanto extravagantes, como casi todos los habitantes de la zona en la que Edith Sitwell hubiera encontrado a más de un personaje digno de figurar en su Ingleses excéntricos. Un gato negro, escuálido y solitario, con botines blancos, como el toro del Fary, pasea su abandono cada tarde por el cauce seco del arroyo. No me gustan los gatos, pero a este le he cogido un cierto cariño. Son las cinco y diez. A esta hora aparece puntual, se pasea, se para en silencio, observa y luego desaparece bajo el puente del paseo de Sancha. Supongo que vivirá en las rocas del Morlaco. Y supongo también que estará desconcertado por el vacío y el silencio. Está tan solo como todos nosotros en este tiempo azotado de nuevo por la peste. Sí. La peste en el siglo XXI. Igual de indefensos que en el siglo XIV o el XVII. De nuevo inermes ante algo desconocido. El cielo cubierto de nubes de color gris oscuro con panza blanquecina no recuerda en nada al de las tardes veraniegas de terral, cuando la luz es tan intensa, que el azul oscuramente profundo produce una especie de vértigo inverso, si eso fuera posible, algo similar a una ascensión a las profundidades cósmicas.

El gato ya ha desaparecido. Mañana seguramente volverá. Lo esperaré aquí, sentado a mi mesa, confinado y confiado en que las alas membranosas del murciélago de la muerte dejen de aletear sobre nuestras cabezas. Quizás debiéramos señalar los dinteles de nuestras puertas con sangre de cordero, como cuenta el libro del Éxodo que hicieron los israelitas en Egipto, para que el Ángel Exterminador pasara de largo de sus casas en la noche en que se instituyó la Pascua Judía. Entretanto tres gaviotas llevan un buen rato volando en círculo sobre el Parque de San Antonio. Siniestra y extrañamente. Las gaviotas son animales repulsivos observados de cerca. He visto a alguna engullendo, como una boa, una paloma enferma de las que tanto abundan en nuestra ciudad. Sin embargo, en la alta distancia, su vuelo es pausado y elegante, como un vals triste de Sibelius. Eso también ocurre con muchas personas. Recuerdo que en uno de los últimos paseos que di con mi madre por el paseo marítimo -su mano, cuya suavidad aun siento, en la mía- dijo algo que me sorprendió: «Si volviera a nacer, me gustaría ser una gaviota». No pude evitar preguntarle la razón de ese extraño deseo. Su respuesta me dejó atónito: «Porque vuelan altas y solas».

Los monjes siguen cantando en el móvil por los siglos de los siglos. Veo a lo lejos, entre nieblas tras la lluvia, la silueta del monte de San Antón, al que tantas veces subimos con los jesuitas, sobre todo con el padre Briales, del que corría una leyenda de que le gustaba comer gatos con tomate, como si fueran conejos. ¿Quién sabe? Él era un pedazo de pan, como se decía antes. El torreón pastelero de casa de los Onieva asoma por detrás del hospital Vithas, aunque todos seguimos llamándole Parque de San Antonio, igual que seguimos llamando Dieciocho de Julio a la actual Subdelegación del Gobierno, el romántico edificio con visera de cristal, que antes fue el Caleta Palace donde sufrió un atentado El Algabeño en el treinta y cuatro y previamente Hotel Hernán Cortés, donde un niño García Lorca pasaba el verano con su familia en la década del diez. Al fondo se ve la elegante y rotunda mole rojiza del Castillo de Santa Catalina y más allá los altos pinos mediterráneos de La Torrecilla sueñan con Cezanne. Araucarias, cipreses, pinos, plátanos de Indias, flamboyanes, cedros del Líbano, ficus y naranjos componen el marco de un paisaje en el que los rosales de los arriates empiezan a echar brotes oscuramente verdes, que pronto se convertirán en rosas de una desolada primavera. A pesar de la fealdad del día -los duelos con sol son menos- tanta belleza conforta el alma herida de miedo a la enfermedad, a lo desconocido, al futuro que no existe. La Caleta sigue su vida en la pequeña historia.

Dentro de un rato, a las ocho, saldremos a los balcones a ovacionar al personal sanitario del hospital, que amablemente salen a la puerta a saludar, mientras el autobús de la EMT hace sonar el claxon insistentemente y un coche de la Policía Nacional pone la sirena a toda voz. Los adolescentes silban y chiflan desde las ventanas y terrazas y nosotros, los que estamos en edad de riesgo, aplaudimos hasta enrojecer las manos. Y alguna tarde, aunque todavía no sea el momento de pedir cuentas, provistos de tapas de cacerolas y mazos de morteros, hemos salido a las mismas ventanas y balcones a aporrearlas con fuerza, en una estricta muestra de indignación ciudadana, cargada de razón cívica, pacífica y responsablemente, ejerciendo nuestro derecho a manifestarnos desde nuestras casas, ya que no podemos hacerlo desde la calle, contra un gobierno ignorante, inútil, incapaz e indigno del pueblo al que dicen servir por vocación. Qué sarcasmo.

Esto no es una cuestión ideológica, ni mucho menos. Que podría serlo, pero que tiene una razón mucho más próxima. Es un problema de profunda ignorancia, de absoluto descontrol, de incapacidad de liderazgo y de total desconocimiento de lo que hay que hacer. Y así van pasando días y días. Y nada cambia. Lo único que cambia es el número de muertos. Y el silencio de los vivos que cae como una losa sobre una tumba. Silencio atronador. Y pasan los cumpleaños de personas a las que queremos y no podemos darles un abrazo. Y amigos desde la infancia con los que hemos mantenido una relación casi diaria durante cincuenta años yacen en la UCI. Y los repartidores siguen cada mañana descargando camiones con sus inútiles mascarillas. Y la UME construye hospitales de campaña con la ayuda desinteresada y gratis de los parados y tienen que soportar que los nazis catalanes digan que les escupan para infectarlos. Y otra degenerada diga eso tan divertido «de Madrid, al cielo», hasta que empezaron a volar de Barcelona directamente a donde sea. Y las enfermeras salen a fumarse un cigarro en el pretil del puente del arroyo, enjugándose de paso una lágrima. Y a medianoche sigue pasando el servicio municipal de recogida de basuras, en el lenguaje aséptico de la modernidad insípida que nos ahoga, los dignísimos basureros de toda la vida, a recoger los detritus, los restos orgánicos podridos, los vidrios, cartones y plásticos, que tanto nos afanamos en reciclar para no dañar a un planeta, que es posible que sobreviva, pero que también es posible que sus calles y parques y jardines y plazas no vuelvan a oír nunca más las risa y los gritos infantiles, porque tengamos que vivir en una cuarentena eterna en la inútil búsqueda de mascarillas, guantes de látex y test de urgencias, como si en vez de en la ineficiente Union Europea del siglo XXI, viviéramos en la España del siglo XIII, o en la Burkina Fasso de hoy, el país más pobre del mundo. Basta ya de hipocresía y de mentiras. No somos iguales, porque nunca lo hemos sido, ni lo somos, ni lo seremos. Porque la riqueza desbordante de unos, implica necesariamente la absoluta miseria de los más. Pero lo que no es tolerable es ir de sobrados por la vida, de ser parte del primer mundo, de despreciar a los que no son como nosotros y actuar como ratas y morir como chinches, cuando hay que enfrentarse a un problema tan espantoso, que ha conseguido que verdaderas nimiedades por las que hemos sido capaces de enfrentarnos las dos Españas en los últimos veinte años, desaparezcan como por arte de magia ante la única realidad del ser humano: la muerte. ¿Es esto realmente así? Ciertamente no. Como en la famosa fabula de los galgos y los podencos, los conejos seguimos discutiendo si es mejor la medicina pública, o la privada, o las dos a la vez, o ninguna, como parece ser nuestro caso.

La crisis es de tal profundidad que los esquemas mentales resultan insignificantes para comprenderla en toda su magnitud y, sobre todo, para entender que nuestra civilización está cogida con alfileres, que tiene los pies de barro, porque nadie podía imaginar el pasado verano que en 2020 no habría primavera, ni Semana Santa, ni Fallas, ni Feria, ni liga, ni Champions, ni siquiera Juegos Olímpicos, ni a lo peor, verano. Que el mundo que conocíamos iba a derrumbarse en un abrir y cerrar de ojos, porque la maldita, o no, globalización pretende seguir con los esquemas filosóficos y políticos del siglo XX, o porque los estados se creían capaces de dominar a un mundo globalizado, en el que se ha demostrado que era cierto que actualmente no existe ninguna institución mundial, supranacional o estatal de la clase que sea que tenga, por sí sola, la más mínima posibilidad ni utilidad ante esta pandemia. Ninguna. Pero menos aun si esa institución, como es el caso del gobierno español, está en manos de irresponsables ignorantes y de extremistas radicales, capaces de organizar caceroladas contra el Rey, el Jefe del Estado que ellos mismos gobiernan. Bomberos pirómanos.

Seguimos con los esquemas mentales del pasado en un presente que ya es un futuro ingobernable. Y algo aun peor: vamos hacia un mundo feliz, «The Brave New World», que profetizó Huxley. Si los cambios radicales imprescindibles van a llevarse a cabo, de acuerdo con esa aberración de la que hablan y escriben en ese minúsculo rincón del mundo llamado Holanda, de acuerdo con el luteranismo radical de salvar la economía, a costa de impedir que los mayores y los débiles y los más enfermos no sean tratados medicamente, para dejar espacio y sobrevivir solo a los más fuertes y más rubios, con el detalle racista de considerar que los esquemas culturales católicos de italianos y españoles son rémoras de un pasado llamadas a desaparecer en aras de la sanidad ejemplar de la cabalgata de las valquirias, entonces la enfermedad no es física, sino mental. Y esas no tienen cura.

Desde una simple ventana puede observarse el mundo entero con un poco de suerte. Es muy probable y bastante posible que muchos piensen que exagero. Puede ser. Pero no estaría de más, que mientras esperamos a que acabe la peste y sea tiempo de exigir responsabilidades a los gobernantes y a algunos gobernados, empleemos este tiempo de silencio en pedirnos responsabilidades a nosotros mismos y en recomponernos, para después poder recomponer un mundo que va a quedar tremendamente afectado.