Anclados, como estamos, en el incierto epicentro de estos tiempos sombríos, uno quisiera insuflar, también desde el columnismo, un acertado crisol de argumentos, palabras y formas que transmitiera esa plena esperanza que, ajena a cualquier tipo de ideología, todos los ciudadanos del mundo precisan para hallar sostén anímico ante la pesadumbre vírica y sus aledaños. O bien, como tan acertadamente y mucho mejor expresa la liturgia, tener la suficiente clarividencia y limpieza de ánimo para salir del mundo y saber mecanografiar, desde una precisa inspiración, «la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado». Pero la gran paradoja de la esperanza es que, a pesar de ser tan imprescindible, tan de primera necesidad, tan valiosa, se alza como un don carente de forma, es un bien totalmente indefinido, de índole espiritual y terriblemente subjetivo. Permítanme que vuelva a insistir en la importancia de este valor tan esencial. No en vano, el propio Dante ubicó y calificó la ausencia de esperanza en la mismísima entrada del infierno, cuyo dintel rezaba: «Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza». Y, desde esta época de sombras, ¿cómo transmitir de manera eficaz, se pregunta el columnista, algo tan vital y, a la vez, tan impreciso como el aire? ¿Cómo contagiar algo cuyo soporte no es palpable ni matemático sino que, únicamente, se difunde y nace a través de los cimientos, siempre tan inciertos, de la evocación y la confianza? No queda más solución, por tanto, que acudir al mundo de la experiencia, de lo vivido, de lo que nos provoca y nos enciende por dentro. Gracias a Dios, «hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que todas las que pueda soñar tu Filosofía». Es en lo vivido, en lo experimentado, en la confianza inspirada desde historias memorables, sean reales o ficticias, en la más profunda creencia que subyace en el centro de nuestro corazón mismo y en la soledad desde la que nos enfrentamos al espejo, donde enraízan y sobreviven, inexpugnables, los símbolos y las realidades de todo aquello que nos irradia esperanza. Hay relatos que nos ensalzan, música que nos infunde valor, miradas que nos regalan aliento, películas, libros, recuerdos y eternos testimonios de hombres y mujeres que han dejado arenga y eco en la historia de la superación y la salvación. Y es precisamente en lo incierto, en lo inseguro, en la incertidumbre desde la que aflora la esperanza, donde hallamos el valor que nace de nuestras creencias: algo que, le pese a quien le pese, abarca muchísimo más territorio que cualquier tipo de conocimiento. Ese ardor que, partiendo de una indiscutible debilidad, nos transmite la frágil llama de las almenaras de Gondor, última baza para la salvación del mundo de los hombres, la memorable carrera del último de los mohicanos entre las embestidas de los hurones o el desgarrado grito de libertad de William Wallace, derrama en nuestro interior algo que se expande más allá de todo espacio y de todo tiempo. Pero podemos caminar mucho más lejos porque, como bien dice mi compadre, el inefable Francisco Cabrera: «Cuando es la oscuridad quien nos acecha, uno, irremediablemente, se acuerda de aquel que luce sobre su cabeza las potencias». En estos tiempos hostiles, los creyentes nos jugamos el todo por el todo, lo que realmente somos. Es en épocas así donde brota o no la verdadera profundidad y autenticidad de nuestra fe en aquel que, desde el evangelio de Mateo, proclamó: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». El mismo, no otro, que, cuando la barca, a merced del viento y de la tempestad, comenzaba a hundirse, nos sujetó diciendo: «¡No tengáis miedo!». Una exhortación que, literalmente, también rebotaba en nuestros días desde la boca de San Juan Pablo II para, seguidamente, descender, de nuevo, por la escala de los siglos hasta un rincón de Asís. Un rincón en el que San Francisco, desde lo extremo, promulgaba la certidumbre de lo incierto desde una fe tan potente que, por primera vez en la historia, sin duda inspirado por Dios, le llevó a sostener un canto a la esperanza cierta. Precisamente, lo que el mundo implora por encima de todas las cosas como brújula que, en mitad de las sombras, nos module en lo cotidiano: «Fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta».