Quien siga esta columna los lunes conocerá al dedillo una de las frases que repito cuando hablo de Europa: la Unión Europea nos es muy necesaria, porque nació para evitar que alemanes y franceses, y tras ellos el resto del continente, se mataran cada cincuenta años convirtiendo al viejo continente en un erial. Esa reflexión hoy, desde luego, está más en entredicho que nunca, sobre todo porque el sueño político de los padres del proyecto europeo empieza a dar señales alarmantes de estar en coma. Ya en la crisis de deuda de 2008 y los años posteriores, con aquellos meses en diente de sierra en los que las caídas en la recesión y las recuperaciones moderadas, el norte protestante impuso políticas austericidas a un sur que bordeó el abismo, si es que no cayó por el sumidero de la historia con el indigno rescate a Grecia, el esperpento de la intervención bancaria en España o la negativa del pan y la sal a otros países que, como Italia, coquetearon con el lado oscuro. Se pensó antes en las empresas y en las entidades financieras que en las personas y aquello, claro, devino en un auge de los movimientos populistas de uno y otro signo. Miren cómo está el patio hoy en España: con la extrema derecha pidiendo que se deje sin cobertura sanitaria a los inmigrantes llamados 'irregulares', que son personas, ojo; y con un partido de extrema izquierda gobernando con una mínima representación de votos que, por cierto, ha fagocitado a la vieja Izquierda Unida, idealista pero pragmática e impregnada de la necesidad de llevar a cabo acciones de gobierno responsables. El jaque al sistema del 78 se replica en otras democracias de la Unión Europea y los movimientos de extrema derecha también tienen a Alemania y Holanda cogidas por las gónadas, con la democracia cristiana pidiendo la hora y la socialdemocracia perdida en sus debates identitarios sin atender a que su principal cliente es el obrero y la ideología capaz de auxiliarlo es la del estado del bienestar. Pues bien, con la crisis del coronavirus hemos vuelto a asistir a un esperpéntico espectáculo con los líderes europeos alineados a los dos lados de una raya según se pertenezca a la realiza darwinista del norte o a la liga keynesiana del sur. Otra vez chocan dos doctrinas económicas, una que prima el sistema económico y a los que más tienen por encima de la salud y las vidas de los colectivos más vulnerables y la segunda que preconiza la socialización paneuropea de pérdidas. Si ganamos esta época, lo hacemos todos; si no, todos perdemos. De ahí el debate sobre cómo afrontar esta nueva depresión en forma de virus que nos asola al final de la segunda década del siglo XXI. El pasado viernes, escuchando las crónicas de la reunión de mandatarios de la Unión Europea creí retroceder varios años, posiblemente hasta el verano de 2012, cuando la prima de riesgo inflamaba corazones tal como hoy lo hace la escala de muertos e infectados en un país incapaz de aprender del pasado, un mal que no es exclusivo de España, sino que también se da entre los halcones austericidas del norte, que quieren apagar este fuego con agua contaminada, lo que al final acaba por incendiar el resto de la casa. Siempre defendí que la política de consolidación fiscal y la reducción del endeudamiento juegan a nuestro favor y que la ausencia o la reducción de la senda de déficit ha de ser soslayada cuando estamos en un brete histórico. Para eso está el dinero, para gastarlo en salvar vidas y dotar a la sanidad pública de los recursos adecuados. No me gustó el presupuesto del Gobierno, otra vez basado en disparar con pólvora del rey, pero ahora es momento de abandonar el darwinismo económico del norte, ese que preconiza que las crisis ordenan el mercado primando a los más fuertes, y sentarse a tejer, más bien rápido, mecanismos comunes de socialización de daños. Si no, Europa no tendrá sentido y, en cierta manera, estará dando a luz al huracán que acabará por devorarla, que a su vez alumbrará viejas desgracias.