Nadie estaba preparado, la verdad. Ni los más listos, o los que ahora se muestran tan listos que parece que nacieron aprendidos, imaginaban que un día el mundo entero se iba a parar.

De chicos creíamos que, haciendo fuerzas con los dedos, podíamos parar los aviones. Teníamos otras fantasías, pero esa era la más alocada. Hacíamos mucha fuerza, mirábamos hacia el avión que parecía detenido en el aire y nos hacíamos la ilusión de haber sido nosotros los que habíamos parado semejante aparato.

Soñábamos, y a veces lo contábamos, que curábamos a nuestros familiares dolientes, y éramos felices creyendo que también se podían arreglar las deudas de la que hablaban nuestros padres poco antes de dormir sus pesadillas. En muchas casas de entonces había vidas duras e incluso miserables, y eso nos llevaba a creer verdaderos los cuentos de hadas para calmarnos.

Una vez, en medio de la peor escandalera que hubo en casa, y siempre fue por causa de la falta de dinero, se me ocurrió conmemorar por los pasillos los veinticinco años de Paz de los que se hablaba en la radio. Los niños éramos capaces de asimilar lo que se dijera como si todo fuera verdad, incluso cuando pareciera mentira, como ocurría con aquel eslogan que escribí en el papel del pan a la entrada de casa para invocar la paz entre mis padres.

Creímos pues, y esta era una frase de mi madre, en las musarañas; nos parecía todo posible, todo se podía arreglar, el tiempo no podía durar tanto siendo malo. Muchos años después le escuché contar a Rafael Azcona, el amigo riojano que llegó a la fama inventando ficciones de los tiempos más duros, lo que decía su madre, en la inmediata posguerra, cuando los escuchaba reír en la cocina de la casa: «Ya lo pagaremos».

Mi madre nunca dijo eso, pero ella sabía lo difícil que era reír, en los tiempos regulares y en los tiempos muy malos. Entonces los problemas mayores eran el dinero y la salud, pues aquel era inexistente y esta era, en algunos casos, como la de mi madre y la mía, francamente precario. Ahora rememoro esos momentos, que duraron un siglo para mis recuerdos, y me pregunto cómo era posible que yo no me diera cuenta de lo que estaba pasando; sentía que eso que estaba pasando no pasaba en absoluto. Creía que la vida era un sueño que se prolongaba durante el día, cuando la realidad era tan difícil, y en realidad también era un sueño que ocurría mientras dormía. Evidentemente, no dormía, estaba en cama (ahí estuve prácticamente diez años de mi vida), y desde allí todo me parecía pesadilla o sueño. Hasta que, como escribe Jaime Gil de Biedma en su poema más memorizado, sentía que la vida iba en serio, vinieron las enfermedades de los otros, las muertes de los abuelos, los accidentes graves padecidos por los chicos del barrio, y así sucesivamente.

Entonces se acabaron los sueños; se acabó, sobre todo, mi propia sugestión de que todo, hasta lo más grave que había ocurrido en los años principales de la infancia, podía vivirse como si fuera sueño, para que no existiera. La realidad fue, desde entonces, cruel. Momentos hubo de felicidad, pero las crueldades inesperadas de la vida me afectaron tanto que borraban, y siguen borrando, los instantes luminosos que también había.

Estos instantes tenían que ver con algunos gestos de generosidad que siempre me vienen a visitar y me dejan el recado de la grandeza de vivir. Por ejemplo, el gesto de aquel muchacho (tiene nombre e historia, Paco Afonso, de mi pueblo, del barrio de Las Dehesas, fue alcalde, gobernador, murió en un implacable incendio en La Gomera) que siempre que sentí (cómo lo sentía nunca lo supe) que yo podía estar padeciendo un ataque de asma acudía a mi casa como para obrar el milagro de ayudar a curarme.

Hubo otros momentos, claro, millones de momentos, en casa y fuera de casa. Lo que aprendí de aquella ensoñación que durante algunos años me hizo vivir en la ficción de que siempre íbamos a vivir felices fue que no estamos preparados para el dolor; que de eso vamos sabiendo poco a poco. También supe, más tarde, siempre eso se sabe más tarde, que tampoco todos sabemos cómo curar las enfermedades o el llanto, el dolor de los otros es algo que es rotundo y se aleja y sólo puede ser aliviado por los doctores y por las medicinas y por el ojo clínico, al que no accedemos todos porque, simplemente, no sabemos.

No nacimos preparados, pues, para afrontar la enfermedad ajena ni la propia. Y esto que pasa ahora es una enfermedad ajena y propia a la vez, una enfermedad mundial. Me aturde mucho cuando veo, en la televisión, en los otros medios, que unos reprochan a otros, en el ámbito de la política, del periodismo, que no se adelantaran a la gravedad del problema y que, además, no han sabido poner los remedios. Qué sabrán ellos, me digo, si nadie llega nunca demasiado pronto al dolor, ni uno sabe cuándo el dolor se va a poner de manifiesto en forma de rabia o impotencia o de esperanza de que alguien que sepa dé con la cura. Nosotros éramos incapaces de parar los aviones en el aire, cómo van a ser capaces ellos de curar la humanidad burlándose de sus contrincantes.