Ningunos estábamos allí, pero todos lo sabemos: lo primero fue el silencio. Ninguna cosa expresa la nada como el silencio, porque sin el silencio la nada se transmuta en su antónimo. Todos una vez fuimos silencio, pero el barullo del camino nos hizo olvidadizos torpes con orejeras, cual mulos.

La altura de la marea mansa del confinamiento turístico está pronta a impedirnos hacer pie. Y el miedo de muerte turística por ahogamiento en los océanos quietos del confinamiento llamará en breve a la puerta de la consciencia de todos y cada uno de los que compartimos el mismo aíre turístico. Convivir en libertad es un difícil oficio. Convivir turísticamente confinados es el mismo oficio, pero llevado a afecto en un trapecio colgado de las alturas turísticas con el riesgo añadido del más difícil todavía de un triple salto mortal sin red sobre una pandemia turística.

Las especialísimas circunstancias que estamos experimentando en defensa propia y por imperativo legal, como todas las circunstancias vivenciales de la existencia, son nutricios manantiales inagotables de aprendizaje, de saber, de conocimiento, de cultura... Incluso los más huidizos, seguro que ahora están tomando consciencia de que el viejo adagio «no somos nada», como casi todos los viejos adagios, es una verdad unívoca, a la que mi amigo-hermano Nano, como siempre hacía, hoy también le añadirá, desde allende esté desde el pasado 27 de noviembre que me dejó, «y en calzoncillos una panzada de reír». No te prives, Nano. Sé tú.

Pues eso, que no somos nada, y en calzoncillos una panzada de reír. Y resulta que después de miles de años escuchando y leyendo a nuestros sabios, empeñados en crecer y aparentar, sobre todo aparentar, va y aparece un microscópico ser coronado que sin majestad ninguna nos arrea un virazo y ¡hala, a tomar por saco el chiringuito! Ha sido aparecer el animálculo y, en un pispás propio del arte de birlibirloque, se ha montado un gigantesco circo en el que en sus gradas nos hemos acomodado la humanidad entera, incluida la turístico-político-profesional de la Costa del Sol, y en su generosa pista, orgiásticamente despendolados, actuando para nosotros, todos los frenos, complejos, miedos, sombras, angustias, fobias... atesorados en esa pesada y sombría mochila turística en la que ninguno hemos hurgado desde que el turismo es turismo.

Tan improbable como probable era que un animálculo montara una debacle de estas dimensiones con carácter universal en el escenario turístico, como probable e improbable era que el monocultivo turístico que hemos alimentado sin pauta ni orden ni concierto en los destinos turísticos maduros durante más de sesenta años, no entrara en terrenos pantanosos por la simple y llana razón de que nunca hemos sido tantos en el planeta Tierra. Jamás tuvo la Tierra tantos terráqueos ni tantos destinos turísticos, todos persiguiendo al mismo turista.

Y hétenos aquí, más descompuestos que compuestos, angustiados por la dificultad que significará la reconstrucción, que no restauración, de nuestra gigantesca pero nunca magna obra. Permítaseme hacer inflexión sobre el concepto reconstruir y no restaurar, porque, el primero, obedecería a conducir la obra hasta donde dicten los sentidos común y científico adaptados al devenir, y, el segundo, obedecería a conducir al manso buey de nuestra obra justo hasta donde estaba antes del nocaut que nos ha infringido el bichito, como si nada hubiera pasado. O sea, lo de siempre... Triste.

En breve tocará reconstruir y reconstruirnos fuera del ruido que nos ha ensordecido a la largo del camino; y habremos de musitarle, bisbisearle, susurrarle al silencio, pidiéndole que avive nuestro sentido común, nuestra razón, nuestro conocimiento y nuestra responsabilidad, y dejar que sea la sabiduría del silencio la que responda.

Vocearle ditirambos a nuestros ombligos tuvo su momento. Eran tiempos en los que ninguno sabíamos, en los que casi todo ocurría por generación espontanea. Perpetuarnos en la vieja fanfarria vocera del ombliguismo es el harakiri en el que llevamos trabajando más de medio siglo, que, sépase, siempre funciona, porque el suicidio japonés no es como los otros suicidios, que a veces funcionan y a veces no.

Históricamente, cada situación de crisis nos ha advertido en silencio de nuestras debilidades en el cada vez renovado y creciente universo de oferta turística. Ahora es la llamada de la Naturaleza en todo su apogeo la que ha venido a avisarnos.

Usted que me lee, ¿no escucha un siseo que nos está mandando callar...?