Veo la catedral desde la ventana. Podría ser peor. Hay quien ve gaviotas con vocación de notario, intenciones, ruletas del infortunio, avionetas al vapor, feos bloques o la ciudad sin más, quieta y desairada. Preferiría ver el mar. No por anticatedralismo. Más por vocación marinera. El mar relaja, pero una catedral te puede inducir a pensamientos desasosegantes sobre teología o arquitectura, historia o guerras. En realidad, lo que veo es una de las dos torres de la catedral. Ver la otra es bastante difícil. Ahora, en este instante, por eso me apresuro a capturarlo y meterlo aquí, una nube flota sobre esa torre y se diría que la punta, de la torre, está pinchando con suavidad a esa nube, quién sabe (yo no) si cúmulo, cirro o nubecilla sin pretensiones. Más que punta habría que decir linterna, que es como se llama cierta parte alta de un templo o edificación, que a mí, dicho sea de paso, me parece más una habitacioncita que una linterna.

Veo la catedral. La veo. Y ahí está. Coronavirus a ella. Ja. Lo que habrá tenido que ver: epidemias de verdad, carajotes, infartos en plena misa, turistas millonarios pagando por verla a deshora y solos. Capellanes tristes, militarotes que se confiesan, adúlteros donando dinero y conciencia, un Rey putero absolutista, tal vez una reina de antaño sintiendo frío y pidiendo una rebequita. Ha visto la ciudad pequeña de hace siglos, corregidores, gobernadores, mentecatos, boinas verdes, arrebatacapas, muchedumbres en un funeral tras un atentado, bombardeos, drones, meteoritos y estrellas, bandoleros bautizándose, coitos, turbas, feligreses, dictadores con bigotito o empollones. También a Robert de Niro rodando 'El puente de San Luis Rey'. De todo ha visto esa catedral, que ignoro si ahora me ve a mí o le soy insignificante, lo cual no significaría nada. La nube hace un amago de moverse y trato de adjudicarle una forma. Parece que es forma de conejo, un conejo con las orejas grandes si es que hay conejos con las orejas pequeñas. Conejo que ahora se deshace en el horizonte, igual que se desvanecen mis ganas de seguir mirando. No de seguir escribiendo, «esa diabólica manía de escribir», que dijo Josep Pla. Lo diría seguramente liando un cigarrillo oyendo la tramontana y pensando en lo fugaz de la tarde. O en el arte de saber cocinar un buen arroz con conejo.