Hace tan sólo un suspiro que, sin una sencilla recepción, sin una triste bienvenida, tomándonos desprevenidos a pesar de su pulcra puntualidad y, quizá también, con el paso cambiado, el mes de abril aterrizó en nuestros días para quedarse treinta, los que suele cada año, al menos hasta nuevo aviso. En este tiempo hostil, tan falto de esperanza, uno debiera agarrarse a todo aquello que trasciende por encima de cualquier realidad incierta. Y es que abril, como tantas otras cosas que no conviene olvidar, seguirá siendo abril y derramándose como tal sobre nuestras vidas, calles y plazas, tal vez más vacías que de costumbre, no les digo que no, pero, en cualquier caso, acontecer, lo que es acontecer, abril acontece. Y lo hace de forma imparable, felizmente irremediable, con todo su peso. Tengan en cuenta, por ejemplo, que, sin ir más lejos, «la luna, ¿recuerdan?, fue en abril, y en abril fue el amor». Seguramente, en mitad de estas umbrías, muchos de los que todavía tenemos la suerte de seguir latiendo lo hagamos con suficientes ojos como para mirar, buscar, reconocer o, al menos, recordar cómo era, es o sigue siendo el rostro del amor. «Vendrá la muerte pero€, ¿por qué tus ojos», canta con una inusitada clarividencia el poeta Manuel Salinas desde su réplica a Pavese. Abril, si me lo permiten, no es tan sólo un puñado de hojas en el calendario. Abril tiene fuerza sacramental, pues, desde su aparentemente aséptico y homogéneo transcurso temporal, esconde y evoca una potente realidad espiritual de suma trascendencia. En abril, independientemente del contexto que lo circunde, brota la primavera como luminosa antesala de la vida. Quizá, los ojos de nuestro rostro, sujetos por virtud de un Real Decreto, no tengan ahora mismo posibilidad para apreciar tanta belleza como testigos directos. Pero ahí están, y no menos valiosos, los ojos del entendimiento: unos ojos lo suficientemente capaces para alcanzar, como infalible realidad, que, poco más allá, los campos, los montes y los mares andaluces emergen desde sus solitarias ubicaciones, traspasados de frescura y de vida, iluminados todos por un sol limpio que, como cantaba Lole, la de Manuel, «vence tinieblas por campiñas lejanas». También lo dijo Tolkien, con meridiana intuición, en un pasaje que se nos debiera quedar tallado sobre la piedra de nuestra memoria como certera y esperanzadora verdad: «Sam vio brillar por un momento una estrella blanca. Su belleza lo hirió en el corazón cuando levantó la vista de la tierra abandonada, y la esperanza regresó a él. Porque, como un rayo claro y frío, lo atravesó la idea de que, finalmente, la Sombra era solo algo pequeño y pasajero; más allá, había luz y una gran belleza interminable».

Porque la vida, por encima de toda pretensión u olvido humano, pandémico o político, por encima incluso de la tristeza que rezuma el recuerdo de aquellos que nos dejaron, se abre paso y expande como nueva oportunidad y a lomos de aquellos vientos del pueblo que invocaba Miguel Hernández. No en vano, sobre todo y principalmente, abril es el mes donde se nos recuerda que la losa que daba cierre al sepulcro no estaba en su sitio y que, en el interior, únicamente aguardaba un sudario doblado. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?», clamaba san Pablo a los Corintios. Desde la indómita resistencia de nuestros hogares, desde la lucha y el aguante de las pequeñas economías laceradas por el caos vírico, político y social de esta desgracia, desde la memoria responsable que habrá de juzgar y cuestionar la responsabilidad o irresponsabilidad política, desde la fuerza soberana que como nación nos debe hacer sostener hoy, mañana y siempre los pilares fundamentales del Estado Social, no queda otra que apretar los dientes y resistir, superar y aprender todo lo que podamos de las terribles vicisitudes que nos han llevado a protagonizar unos tiempos sombríos de los que, sin duda alguna, saldremos. No se dejen robar el mes de abril, observen y recuerden, ustedes son los mejores testigos, pues, llegará un momento, pasada la desgracia, en el que deberemos pedir cuenta, y hacerlo será de justicia. Pero mientras tanto, y mucho antes que eso, no teman ustedes, ni yo, porque «vendrá la vida», sin duda alguna, Manuel, por supuesto. «Vendrá la vida».