Va pasando la primavera sin que nadie la visite, de los campos emergen en silencio colores infinitos de matices y emanan olores nuevos que nadie distingue, se oyen melodías pasajeras de pájaros que posan cada vez más cerca del vacío, conquistándolo; por las calles de las ciudades tercas, ahora amordazadas de ruido, suena la naturaleza con todo su esplendor y brío. Confundidos los animales en esta insólita primavera que el planeta les regala se adentran en lugares prohibidos y pasean por las playas y las calles a salvo de la civilización que alarga su encierro y cautiverio cruzando los dedos para que todo pase, ya ni siquiera la urgencia es que sea rápido. Ya vale con que acabe sin que termine con todo. El cielo estrena pulmones limpios, respira y aclara sus vistas hacia horizontes remotos que nadie contempla, revolotean las aves por esa tierra nueva del aire dibujando trayectorias alegres en un canto de libertad inesperada.

Al otro lado de la frontera de este mundo dividido, tras los balcones donde se asoma a horas programadas la reprimida humanidad hacia el abismo del silencio -expresando a veces agradecimiento, hartazgo, aburrimiento y creatividad- resisten las familias y las soledades como pueden este feroz castigo a la soberbia o imprudencia de la globalidad.

Ahora nada es del todo nada en su significado estricto, aunque realmente nunca lo ha sido, cada cosa tiene en parte otra que la matiza e identifica, pero estas semanas eso se ha acentuado de tal forma que casi vivimos en territorio de la ambivalencia, ya no es un yin yang entre lo bueno y lo malo sino mitad y mitad cada cosa, lo bueno y lo malo se reparten el área de cualquier concepto a partes iguales. Y nos aislamos en un abrazo colectivo, no podemos más y seguimos, nadie sabe lo que pasará pero actuamos convencidos. La incertidumbre nos alumbra el camino.