La cercanía, la proximidad, el roce... son fábricas de emociones infinitas que ha tiempo que el sistema social nos roba con alevosa nocturnidad. Los miedos tribales que mueven los hilos del sistema que nos rige se han aliado con el tiempo presuroso y se nos ha olvidado abrazar. Como elemento distintivo, los abrazos emocionantes ya forman parte de la amnesia colectiva. Y sus sucedáneos, los pseudoabrazos de cartón piedra actuales, por más que los finjamos, nunca pasarán de ser burujos mal paridos, disfrazados con la protocolaria máscara homologada de lo políticamente correcto para el sistema. O sea, una gilipollez, con elle, que diría don Camilo si el escribiente hoy fuera él.

Los apretones, los achuchones, los pechugazos, los estrujones... esos abrazos impulsados espontáneamente por la emoción desnuda ya solo son historia, excepto en la tribu de los «raros», esos maquisards de la guerrilla de la desobediencia que propugnamos la rebelión y la lucha a muerte contra el sistema abolicionista de la emoción como cualidad intrínseca de la persona.

Los burujos de ahora son cosa de dos o tres segundos, como mucho. Más que de un trámite se trata de una ridícula pantomima del disimulo; de dos o tres segundos de cuerpos nada estrechados, entre los que hay que facilitar que corra el aire, no sea que los corpúsculos de Meissner nos disparen la oxitocina y nos emocionemos y nos mostremos débiles o ñoños o frágiles o melindres..., que eso no es políticamente aceptable, ni permisible.

-¡¿Para qué sirven la sensibilidad y la emoción?! -nos pregunta, chulesco, el miedo.

-Quita, quita... Ya estás tú con los automatismos y las proyecciones y los sesgos y las sombras y los miedos... Eso son tonterías -me dijo una dama enojada un día-. Solo le faltó añadir ¡que me dejeees!, a voz en grito, como Los Morancos. A lo peor, hasta lo gritó en silencio. A saber...

«El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional» es un aforismo permanentemente vivo entre las herramientas terapéutico-psicológicas. Desconozco el autor del mismo, pero sé que yo no he sido. Traigo esta paremia a colación porque el estado de alerta que nos envuelve es tan sufrible como disfrutable. Y la elección es nuestra, de nosotros los confinados, de nuestra actitud, de nuestras sombras, de nuestros miedos... O sea, de esas tonterías.

El confinamiento, independientemente de su razón de ser, per se, es sinónimo de soledad, de abandono, de destierro, de exilio, de separación... El confinamiento habla de constreñimiento, de cohibición, de impedimento, de estenosis..., que es lo que sibilinamente hacen nuestras sombras y nuestros miedos con nuestras emociones, previo al desenlace de empujarnos para que huyamos despavoridos de los abrazos, para no mostrarnos débiles ni quebradizos, sino engañosamente poderosos.

Ojalá, he aquí el disfrute frente al sufrimiento, que nuestro retiro impuesto por el bien de todos, nos acerque internamente a nuestros adentros profundos y nos empuje a tomar consciencia, por un lado, de que el confinamiento es una herramienta que impide los abrazos y, por otro lado, que los abrazos, más allá de la pura emoción, son herramientas para la salud mental y física.

Seguro que todos, de una forma o de otra, durante nuestro periodo de clausura por imperativo legal, hemos echado en falta el abrazo verdadero de alguien que ese mismo día y a esa misma hora, echaba de menos el nuestro. Usemos esa circunstancia como botón de activación del espíritu liberador que desaprendimos y como fuerza que nos desnude de la oxidada e invalidante armadura ortopédica del mundo emocional que llevamos media vida evitando.

Pocas cosas son más emocionantes que compartir el aire que respiramos mientras entrelazamos brazos y cuerpos fundidos en abrazos de los chanchi, de los que activan la oxitocina que actúa sobre el cortisol que reduce el estrés y sobre la serotonina y la dopamina, que intervienen en la felicidad y el placer. Esto y más es lo que nos brinda un abrazo de verdad. Y algunos se lo están perdiendo.

Estoy convencido de que nuestra guardia enmascarillada en la garita del «aléjate que te cuente» desde hace semanas, cuando el confinamiento acabe, a algunos nos ayudará a resituarnos en la lanzadera que nunca debimos abandonar, la de la realidad sin fronteras emocionales. Y ese será el momentazo de romper con las inveteradas ataduras aprendidas y sumergirnos en la profundidad íntima del «acércate más, ven y abrázame fuerte».