Hoy toca anécdota. La protagonizan una joven alemana y Giacomo Casanova -aquel veneciano de 1725, que vivió setenta y tres años-, y al que wikipedia llama «aventurero, libertino, historiador, escritor, diplomático, jurista, violonchelista, filósofo, matemático, bibliotecario y agente secreto». Y se queda corta. Los clasicones aún llamamos 'casanova' al hombre famoso por sus aventuras amorosas, aquel que tiene sexo a tutiplén con mujeres de aquí, allá y acullá. Casanova sedujo a o fue seducido por ciento y pico damas. Un titán dieciochesco: hoy, un aficionadillo para los modernazos de apps como tinder, meetic o badoo. Casanova era un figura en su época, un mito sexual, el rey de las camas. Pero el tiempo pasa, las desdichas y desengaños asedian a nuestro hombre, un conde amigo lo contrata como bibliotecario para su castillo de Dux (hoy Duchcov: allí moriría) en Bohemia (hoy Chequia), pero abandona a veces su puesto y se va a Berlín, a Weimar... De vuelta de uno de esos viajes, el ya sesentón Casanova (anciano cumplido en aquel entonces) comparte carruaje con otros pasajeros entre los que se cuenta una muchacha, que queda de una pieza al conocer que su compañero de diligencia es nada menos que Casanova, el más grande amador de la Europa toda, el macho alfísimo. Como parasen en una casa de postas, la chica busca la compañía de Giacomo para dar un paseo y asetearlo a preguntas sobre sus lances entre sábanas. Se adentran en un bosque y atisba la joven la oportunidad de yacer con un Casanova que la atrae por la fama que lo precede. Ahí es nada: acostarse con el modelo de modelos. Sin embargo, pasan una o dos horas y nuestro veneciano no se da por aludido ante las insinuaciones carnales de la joven (siglo XVIII: otras normas). Solo conversa, ríe, pregunta€ Por fin, llega hasta la arboleda el sonido de la campana que llama a los pasajeros para proseguir el viaje. Qué desilusión. La mujer se salta reprochona la etiqueta: «¿Sabéis? Me hubiese gustado esta tarde haber tenido una relación amorosa con vos». Entonces, la mente de Casanova revive tantos y tantos pasados juegos de amor perdidos en gimnasia sexual, siempre intransitiva, sin ternura alguna, sin palabras de amor sencillas y tiernas, sin sobrentendidos dulces, sin miradas apenas, solo ruido y furia eyaculatoria. De modo que se vuelve hacia la amante frustrada y le susurra: «Pues ¿sabéis? Yo sí la he tenido esta tarde con vos». Ella solo desea sexo físico: aún es una aprendiz superficial. Pero Casanova, además, desea todo lo que el amor trae alrededor: ha aprendido la profundidad. ¿Y qué ejemplifica la historia que acabo de contar? La frase más repetida en estos días de encierro -aparte de la continua que plañen los entusiastas del pánico apocalíptico- es la de lo felices que muchísimos de nosotros éramos antes sin reconocer tal privilegio. O lo contentos que estábamos sin saber que lo estábamos. O lo bien que lo pasábamos con poquita cosa. Enfrentado a la premura de la joven, Casanova ya sabe que le bastan una charla apacible y dulce y una brisa para sentar piedra firme de goce amoroso. Es solo un momento: pero es de ver lo que dura dentro de nosotros si sabemos aprovecharlo. Cuántas veces nos hemos tirado de los pelos pensando que lo bueno que nos ocurría -una comida amical conjunta, unas bromas, un paseo, aquella sonrisa, la suficiente salud€- no era lo suficientemente bueno. Y cuántas veces hoy nos tiramos de los pelos porque ya no podemos ver -ay, los ojos del tiempo- que aquello que estaba ocurriendo era más que muy bueno, acaso esencial. Si consiguiésemos salir de este horror sabedores de que -satisfechas las necesidades básicas- el presente y la calma para vivirlo son lo único que poseemos, de que al afán por correr para llegar tarde a ningún sitio nos priva del goce del momento y que ese momento nunca vuelve, iríamos servidos.