Uno de los escritores más importantes del siglo pasado, Vladimir Nabokov, no lo dudó. Su mujer, Véra, tampoco. Desde 1961 el Montreux Palace sería su casa. El hotel, visto desde el lago Lemán es una belleza. Tanto por el entorno, por su arquitectura neo-clásica, como por los famosos toldos amarillos que protegen sus ventanas. A pesar de que Montreux es el único lugar del lago Lemán que tiene la mala suerte de tener que soportar un monstruoso bloque de apartamentos en la misma orilla del lago, no muy lejos del hotel. De todas formas, ésta es la única muestra de la barbarie de la arquitectura del siglo XX que nos encontraremos en los 73 kilómetros que hay entre los dos extremos del lago Lemán. Pero es obvio que ese edificio hubiera estado mejor en otro lugar, donde esos horrores son hoy en día la regla y no la excepción.

Durante décadas, la pasión de los Nabokov por su hotel fue en aumento. Sobre todo desde que decidieron trasladarse a una "suite" de habitaciones en la sexta planta. Esta sería hasta el final de sus días su hogar, con vistas espléndidas sobre el lago y las montañas vecinas. Sin olvidar que al alcance de un toque de timbre tenían a su disposición el legendario servicio de uno de los grandes hoteles suizos. Por cierto. Suiza fue para los Nabokov algo más que un país bellísimo, limpio y ordenado. Les tranquilizaba vivir en un lugar donde los que gobernaban no eran ni sus enemigos, ni tampoco unos peligrosos fanáticos o unos carteristas desalmados. Lo agradecían. No en vano habían tenido que atravesar uno de los siglos más turbulentos de la historia de la humanidad. Me lo contaba hace algunos años el director del Montreux Palace, Alfred Frei, un enamorado de Marbella. Mientras cenábamos en una noche de verano junto a nuestras esposas en La Fonda, en la plaza del Santo Cristo. Esa plaza marbellí, presidida por una maravillosa iglesia de la segunda mitad del siglo XVI, es una de las joyas de la arquitectura popular andaluza. Además, como decía mi amigo, hay muy pocos lugares en el mundo donde puedes tomar una sopa de pescado en la que de vez en cuando te caen las flores de un jazmín inmenso que hacía de dosel en el patio.

El genio múltiple que fue Vladimir Nabokov (escritor en estado de gracia constante, tanto en inglés como en ruso, además de ser un notabilísimo entomólogo) tuvo la suerte de tener un biógrafo a su altura: el profesor Brian Boyd. Nos relata éste que Véra Nabokov le había dicho que la mencionara lo menos posible en la biografía, ya que su marido "tuvo el buen gusto de dejarme siempre fuera de sus libros." Nunca quiso ella aparecer en los textos prodigiosos del escritor. Aunque hubiese sido fundamental en la vida y en la obra literaria de Vladimir Nabokov. Entre otras cosas, por haber salvado de las llamas a manuscritos que su marido intentó destruir. Esas obras son ahora patrimonio de la literatura universal. En aquel barrio elegante del San Petersburgo de principios del siglo XX, donde la familia Nabokov tenía su casa en el 47 de la calle Morskaya, también vivia la familia Slonim. Véra, la segunda de las hijas no conoció entonces al joven Vladimir. Su padre, Evsey Slonim, había sido uno de los grandes abogados de la ciudad. Cuando entró en vigor una ley zarista que prohibía ejercer la abogacía a los judíos, se negó a dejar su religión. La revolución rusa, la guerra civil y el exilio de ambas familias hicieron finalmente posible que sus caminos se cruzaran en Berlín. Allí se casaron el 15 de abril de 1925. La llegada de Hitler al poder les obligó a emigrar a Francia. Y de allí a los Estados Unidos. Regresaron años después a Europa. Y se quedaron en Suiza. Le comenté a mi amigo Afred Frei, que tendríamos que conseguir que Véra Nabokov, ya viuda, viniera a Marbella. Para sentarse a cenar bajo el jazmín de La Fonda. Mi buen amigo, el hotelero suizo, lo hubiera conseguido. No pudo ser. Véra Nabokov falleció el 7 de abril de 1991. Sus cenizas reposan junto a las de su esposo, a 700 metros escasos del Montreux Palace.