El paisaje ha cambiado. Está libre de nosotros y muda en paz a su antojo. Tiene ojos de niños que de repente todo lo descubre. En la playa escribe la fantasía su leyenda del viaje, igual que aquella vez primera en la que desembarcó entre las olas su posesión de mar sobre la tierra. Hay en ellas de repente una naturaleza virginal de la espuma, la quietud de vidrio de la luz en la arena abrazándolo todo, sin topar en su abrazo desnudo con colillas abisales o de calada ronca en su cadáver; con botellas en cuyo interior se desmoronó la amargura o alcanzó su valor el deseo; con plásticos como ropa interior del consumo abandonado, ni con otros restos de los naufragios que no cesaban de acumular sus escombros del dispendio de la vida, huyendo en sentido contrario a sí misma. Es azul azul, íntegro el verde, marrón estaño, el mar destemplado en su fiebre azuzada por el viento o en la dicha ensimismada de su intimidad transparente, cada color más limpio en su piel y en su reverso. A su seno más próximo a la orilla, desde la que la infancia se atreve a coger el mar dentro de sus cubos, han regresado en corros los peces -sargos, hurtas, pintarrojas, meros, jureles, voraces-, los delfines, las ballenas, las posidonias en pradera, el alimento en abundancia, su danza en maridaje a salvo de cualquier amenaza del miedo que siempre tiene piernas de hombre. No se escuchan, cuando llega la noche, las sirenas de los barcos ni navegan igual que insomnes fantasmas, encendidos como luciérnagas en la superficie honda y despejada de las cartas náuticas, sobre las que trazar las coordenadas de una historia con final abierto en unos labios de puerto. Al amanecer o cuando se alila la mar en la tarde, el rebalaje se llena de gaviotas en cónclave, parecen marineros en un muelle a punto de embarcar su destino. Y también aquella intimidación de Hitchcock antes de atacarnos en nuestros balcones.

También la ciudad ha cambiado el blues de la multitud. El ritmo de las sombras de sus voces, el naranja violento de sus ojos cruzándolas bajo el asfixiante humo de los cigarros, teñida de tabaco su química. No se escucha ahora el rugido blanco de los aviones, ni el silencio de su parpadeo en rojo, rayando los pasillos interminables del cielo. De sus afueras han retornado los pájaros recuperando las regiones del aire que fueron los nidos de paso de sus migraciones, el encerado donde dibujar acrobacias y el lenguaje comunitario de sus vuelos, el aprendizaje de sus crías acerca de las estrategias y estilos de timón de sus alas. No deslumbran ni sobresaltan las caricias de los amantes -más pausadas ahora en la respiración de su goce- el grito de escape salvaje de las motos, compitiendo absurdamente contra los ángeles que no entienden de la embriaguez del asfalto. Tampoco las solitarias canciones de neón reclaman a ningún Odiseo o argonauta en descapotable para que detenga su exilio o su aventura en sus arcenes, y se adentre por puertas numeradas donde no le cambian las sábanas a las pasiones clandestinas, a las huidas de un crimen ni al rumbo hacia ninguna parte, ahora que las fronteras están en la puerta de nuestras casas. Nadie brinda en grupo con las risas de alcohol caliente en mitad del espejismo que siempre sucede en las esquinas. Su borrachera no se derrama ni eleva su euforia al pie de las ventanas y de los balcones por los que, como escribe Caballero Bonald en una bitácora de sus versos, también entra la noche. Igual de limpia en el esplendor recobrado de toda su naturaleza. Qué hermosa la luna más cercana en sus esfera llena, la más bella novia de los poetas cruzando entre el martes y el jueves las ciudades pulcramente desiertas. Ni siquiera embozado de penumbra sobrevive en su trabajo el sexo con medias de rejillas, balanceando sus caderas en los polígonos y portales donde el dinero jamás alcanza el placer por el que paga o se somete. Ha dejado la noche de ser una policía secreta exigiéndole documentación a las sombras, vigilante en los jardines boscosos donde los columpios les ofrecen juegos de toda clase a los amantes que desaparecen antes del sol en los visillos. Se ha hecho la noche dueña de la noche, y hasta nuestro reflejo ha encontrado por fin su sitio exacto en los espejos.

La vida en zoco de los barrios no bullebulle en sus mercados ni en los bares del aperitivo en cuyas mesas ahorcarle a los amigos el cinco doble, ganarles una escoba del quince o toda la baza al tute, mientras se regatean piques de fútbol, se comparten los enigmas descifrados por Iker Jiménez. Son ahora los balcones y los ojos de patio las ágoras de los barrios, la cita de tarde con el bingo, la alegría macarena para sus cuerpos en claustro, y se dejan secar más despacio los monos de la obra y de los talleres, mientras la tristeza de la pobreza se expulsa con la admirable manera de las víctimas de siempre para sacarle unas risas a sus miedos y estrecheces. Los únicos lugares en los que la vida no ha sido derrotada del todo. Su ausencia, su vacío contagia más frío en los centros históricos repletos de balcones a los que nadie se asoma a la cita de los aplausos, porque no llegan sus inquilinos de días, de puentes y fines de semana. Sólo palomas en sus barandillas, las imprevistas urracas y mirlos que se atreven de visita en los desiertos urbanos. Lo mismo que los jabalíes, los zorros, los conejos y las ratas que descienden de los montes, de los árboles del parque o suben del subsuelo por el que no tiembla el laido del metro. Espacios desvelados los que hace bien poco fueron escenarios de consumo hurtados a lo que fue símbolo de pertenencia y autoestima. Ni rastro de los turistas en masa, tampoco de los patinetes abandonados de cualquier manera. Ni de su velocidad contra peatones queda rastro. Lo que no conseguimos los ciudadanos ni el alcalde, lo ha logrado un virus del que seguimos desconociendo su origen exacto, la fórmula eficaz que lo elimine y si será estacional su regreso. Sólo los pasos autorizados de los fotógrafos de prensa se escuchan, sigilosos de sí mismos, sobre los empedrados de plazas y callejuelas en las que cazan a su arbitrariedad la mejor perspectiva -tienen a su disposición el tiro largo y en corto desde todas- de los monumentos antes de anteayer colapsados. El Arco del Triunfo de París sin que lo enhebren las miradas paseantes por los Campos Elíseos. La Fontana de Trevi en Roma sin rumores de besos y de monedas lanzadas al agua. Verdes cristalinas y seductoras las de los canales venecianos, sin máscaras cruzándolas con suspiros de puente. Eiffel elegante de Chanel negro bajo el cielo de París coronando la república de su torre. Times Square con sus anuncios de marcas y rostros congelados o en monólogos solitarios. Trafalgar Square como el reflejo occidental de la plaza pekinesa de Tianamen. La plaza de Sol en Madrid sin un décimo de fortuna en su corazón ni en sus esquinas. Málaga, Sevilla, Granada donde la Alhambra deja cantar a sus fuentes poemas de amor a la nieve, la Giralda reina igual que una veleta esperando que la salud amanezca de todo y la Farola mantiene su brújula de sur sin un rascacielos que la ciegue.

Sucede el mismo paisaje en los pueblos. Vibrantes ahora en sus pardos, castaños y malvas del invierno, felices de lluvia tierna en su vientre y enamorándose como hacía mucho tiempo de toda la gama de amarillos y verdes que se entremezclan abonados. Pronto las amapolas invadirán los caminos secundarios, del mismo rojo intenso que los gallos que han recuperado la virilidad de su canto, rivales de todos los pájaros que recobran lo que antaño fueron sus paraísos. Duerme lo demás callado. Las factorías, los edificios en obras, las grúas como las agujas de un reloj que ha detenido el latido de sus manecillas. Es como si la vida en todo el esplendor, minuciosidad y hábitos de su naturaleza se hubiese tomado unas felices vacaciones de nosotros. Ignoramos lo que durará este espejismo. Si de nuestra convalecencia volveremos mejores; si a la calidad del aire le daremos más importancia, y si la cultura en todas sus facetas alimentará las ideas de los hombres acerca de la importancia del respeto, de soñar, de la honestidad, de la convivencia en armonía. O si este mundo onírico esconde en las sombras una pesadilla, y en esa quietud oscura de las fábricas de la economía aguardan la orden los robots alineados del segundo capítulo de esta distopía. De momento escucho a las aves tomando la azotea de los ascensores de mi edificio. Escucho en calma los paisajes que a mí alrededor suenan a Monet, a Van Gogh, a Turner, a Caillebotte, a Antonio López. Los mismos que me estaba perdiendo y de repente, en el limpio silencio que los enmarca ahora, también pueden leerse como un poema, y andar por ellos de su mano.