Pocas veces en la historia el lanzarse hacia bares y restaurantes será un hecho tan patriótico, como cuando finalice este encierro. El final debería de ser algo parecido a la celebración del año nuevo. Cuenta atrás que retumbe por todas las calles del país y puertas abiertas como de toriles en San Fermín, y todo el mundo hacia barras y terrazas a reencontrarnos y decirnos que lo hemos superado y que somos una gente maravillosa. Alegría espontánea como aquella inmortalizada por Alfred Eisenstaedt cuando congeló el beso entre un marinero y una enfermera en Times Square, al fin de la II Guerra Mundial. Había que reconstruir un mundo lo mismo que, cuando salgamos, habrá que rehacer un tejido productivo que en nuestra tierra depende del sector servicios con el turismo como locomotora. Este verano toca kilómetro cero aunque sea una breve escapadita, un finde, un aniversario, pero algo que nos remita a aquel beso entre dos desconocidos que sólo pretendían comprobar la ternura de la existencia tras haber contemplado en tantas ocasiones las caricias de la muerte. Vivimos en una de las provincias con mayor diversidad de paisajes de toda la Península Ibérica, con el permiso de Tenerife. En pocos kilómetros pasamos de la alta montaña al trópico, del clima estepario a la suavidad mediterránea. En un kilómetro cero y pico, descubrimos un verdor atlántico, casi cantábrico, en la Sierra de Grazalema tan próxima a los valles que serpentea el agua del Genal oculto. Todos los gustos tienen su cobijo en Málaga. Bullicio en las costas y su noches, calma entre los montes de la Sierra Tejeda y la Axarquía. Cada malagueño delimita su Málaga propia e intransferible, hasta cada extranjero que aquí vive es dueño de la suya. Tantos circuitos por los que perderse consiguen que sea muy loable un turismo de proximidad, como aquel que podía permitirse la generación de nuestros padres, cuando podía, claro, esto es, durante la celebración de la boda y poco más.

Dejen que les presente mi Málaga privada. La capital me encanta, pero voy a pasear sus alrededores por si alguna vez les apetece. Si pudiera retirarme a escribir esa novela que todos tenemos en mente pero nunca iniciamos, sin duda, elegiría El Molino del Santo en Benaoján, donde el silencio sólo es roto por el cauce embravecido del arroyo que antaño movía sus ruedas. Las habitaciones no disponen de televisor y los huéspedes intercambian libros en la biblioteca común. Una muy agradable alternativa al ingreso en un monasterio cartujo para buscar la paz en soledad o en compañía. Si la cercana Ronda es visita obligatoria, no menos imprescindible es beber allí cualquiera de los excelentes, y no bien conocidos, vinos del lugar. Para no tener que conducir, aconsejo la compra de otra botella, además de las ya bebidas, jamón de Dehesa de los Monteros (Faraján) y, en lugar de abonar la multa, reservar una habitación en el Reina Victoria, desde donde la mera contemplación de la puesta de sol añade días a una sola hora. Muy cerca, junto al camino, La Cueva del Becerro merece parada, descubrir su manantial y un tapeo que sorprende por su calidad en cualquiera de los bares. Acudo a la busca de mi niñez a Antequera, aquel Parador, junto al que jugaba, y esa panorámica de la Vega por donde huía con mi perro hacia los senderos de mi imaginación. En mi pueblo pretendo, con igual fervor, el regreso a los sabores de la cocina materna que encuentro entre los fogones de Charo Carmona y su Arte de Cozina. Continúo el arco que esta tierra dibuja frente al mar y llego hasta la Axarquía donde el hotel La Viñuela, junto al pantano y su verdor, me revive a aquel joven que llegó destinado al instituto de Periana en 1988, cuando ni existía su edificio, ni la presa, ni apenas carretera y que, tras muchas vueltas y no pocos golpes, va comprendiendo que la vida se resume en esa foto de un beso que no deja escapar su oportunidad al paso quizás irrepetible, pero con los actores sobre una cuerda y en equilibrio perpetuo. Reír y llorar. Trabajo y diversión, pero este verano por aquí cerquita, que de Málaga no hay que salir pa na.