Debo elegir entre la necrológica de un antiguo amigo muerto por coronavirus o celebrar la recuperación, tras haber estado casi al borde, de otro muy querido. Hablo con él, de 77, y esperando un timbre todavía débil me llega al teléfono su cantarina voz de siempre (tesitura de tenor dramático, creo), con un campanilleo que recuerda a una cascada primaveral. Hablando antes con su mujer, me dice que tiene «buena cara», aunque haya perdido mucha masa muscular tras casi un mes de hospital, y yo pregunto, como un médico antiguo, qué tal anda de apetito. Come bien y con ganas, dice. Se siente pletórico de ánimo, asegura, pero no hace falta que él lo diga, lo noto en la fuerza que su voz transmite. ¡Qué contagioso estímulo vital, el de la supervivencia! Luego en honor de esta víspera se me ocurre pensar qué gran presidente de la república sería este hombre si no fuera porque hay monarquía.