Esencial es una de las palabras más repetidas estos días. El Gobierno se devana los sesos intentando fijar los servicios que son esenciales y, por descarte, los que no. Y cada uno de nosotros estamos descubriendo a trompicones lo que es esencial en nuestras vidas y aquello de lo que podemos prescindir. El confinamiento nos desnuda de todo tipo de abalorios inútiles y nos deja a solas con lo imprescindible, que es muy poco. El problema es que lo que es imprescindible para unos para otros no lo es tanto. Baste un ejemplo. Para una gran mayoría de la población -los no fumadores- los estancos resultan absolutamente prescindibles. Muchas voces ya se han alzado para pedir su cierre. De momento, siguen abiertos, probablemente por la misma razón que la ley hace la vista gorda, y se puede fumar, en los psiquiátricos de larga estancia y en las cárceles. Bastantes motivos para la ansiedad tenemos ya como para añadirle el mono de nicotina. Está demostrado que la ansiedad reduce las defensas. Debe de ocurrir algo parecido con la cerveza, que ocupa lugar preferente en los carros de la compra, o con la ludopatía, que se ha disparado en las largas horas del confinamiento. Lo esencial es diferente según las necesidades de cada uno y de sus circunstancias. Cada época tiene su propia lista de imprescindibles. Muchos usuarios de redes sociales han confesado su pánico ante la sola posibilidad de que, en medio del aislamiento, se estropeen la lavadora o el frigorífico. Hace no tanto, nuestros padres, en la primera parte de sus vidas, vivían sin lavadora, ni frigorífico, ni televisor, ni siquiera teléfono. Y se puede. Doy fe. Claro, que también es necesario reconocer que había otros imprescindibles, como el lavadero, la fresquera o la radio. En esta crisis hemos descubierto lo asombrosamente prescindibles que son asuntos que considerábamos vitales. Hemos renunciado a algunas de nuestras libertades individuales -la de movimiento sin ir más lejos- en pro de un bien común: la salud pública. Hemos renunciado a la privacidad de nuestros datos, que Google ha puesto al servicio de los gobiernos para que, vía GPS, controle nuestros desplazamientos. Y, aún más grave, hay quien ha planteado que, en una crisis como esta, en la que hay que tomar decisiones extremas, los viejos pueden ser prescindibles. «No somos dioses», confiesan algunos sanitarios. La volatilidad de lo esencial queda de manifiesto, por ejemplo, con las mascarillas. En apenas tres semanas, hemos acabado con las existencias de las farmacias, luego nos han dicho que eran superfluas y, ahora, se vuelven a considerar imprescindibles. Otro tanto pasa con el ejercicio físico, una de las grandes necesidades de nuestro tiempo: en España nos apañamos con la gimnasia en casa, pero otros países han considerado la caminata o la carrera tan necesarios, que los fijan como una de las pocas excepciones de la cuarentena. Hemos desgastado tanto el término esencial que cada vez significa menos. Hablamos alegremente de las tablas gimnásticas esenciales para hacer en casa, de los restaurantes esenciales que ofrecen comida a domicilio, de los alimentos esenciales para el confinamiento, de las series esenciales, de las canciones esenciales€ Al ser todo esencial, deja de serlo. Si algo bueno nos va a enseñar la crisis sanitaria y económica del coronavirus, va a ser a apreciar la austeridad y a poner lo esencial en su término justo. Venimos de un tiempo largo de consumo desmedido, de echar la casa por la ventana, de acaparar lo superfluo como si no hubiera un mañana. Tal vez fuera necesaria esta cura de humildad y reconocer que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, como creía el controvertido Nietzsche. «El bienestar -escribió el filósofo alemán- desarrolla la sensibilidad, se sufre por las cosas más pequeñas; nuestro cuerpo está mejor protegido pero nuestra alma está más enferma». Curiosa paradoja que una enfermedad pueda servir para curar el alma. No sé si tanto como curar, pero al menos nos obligará a reconocer lo imprescindible: la vida, la salud, la convivencia... Lo malo de lo esencial, ya lo dijo Saint-Exupéry en El Principito, es que «resulta invisible a los ojos».