Tiene el tiempo ese aspecto que tenían los relojes colgantes de Dalí y me pregunto si no estaría él de algún modo también confinado aunque fuera dentro de su talento y le pareciera entonces el caminar de los segundos y su persistencia lo que nos parece ahora a muchos y lo retratara de esa forma pastosa, languideciendo y abandonado en los ramajes del paisaje de lo imaginario que tan fácilmente desvelaba a pinceladas.

Ya no sé ni cuánto hace que empezó esto. Al principio confundía los días, unos con otros, ahora ya son las horas, que van cambiando de número pero apuntan todas al mismo punto del aire y se lanzan inexpresivas como fuegos artificiales invisibles y mudos contra el cielo del techo, y uno come y duerme cuando tiene hambre y sueño o, más o menos y si puede.

Cada día ocurre un poco más tarde todo, como si el cuerpo tuviera un ciclo de 25 horas que aprovechara ahora para salir que no puede salir nadie y se fuera comiendo sucesivamente esa hora del día siguiente o un mordisco a escondidas, y así es como se va retrasando el quehacer de tanto en tanto hasta que otra vez vuelva a donde siempre cada cosa al dar la vuelta entera o cuando regrese la rutina de antes. Supongo. Aunque no hay billete de vuelta me temo. Volverá la normalidad en algún momento, eso está claro, pero será diferente, distinta, distante, extraña.

Pero traiga lo que traiga el futuro cuando venga, ya sea lo de siempre, algo nuevo o ajeno, aquí lo espero, impaciente en esta confusa dimensión del confinamiento donde todo sucede fuera y se vive por dentro. Mientras tanto no queda otra que seguir acostumbrándose a este tiempo blando y tiempo muerto en el que aparca el minutero su tic-tac mientras avanza y nos empuja el tiempo sin piedad.