En el iceberg tengo dos clases de vecinos: leones marinos y orcas. Los primeros se tumban cada mañana sobre la banquisa situada más al este para secar, a la estrecha calidez del alba, sus pieles bruñidas. Son animales con apariencia perezosa pero en cuanto surge la necesidad, se lanzan al agua arriesgando su vida frente a los depredadores para conseguir un pez que sacie el hambre de su manada. Algunos no vuelven, y el resto asume con tumbada resignación la ausencia. He comprobado muchos ejemplos de solidaridad durante mi largo exilio a este lado del hemisferio.

Al otro lado de la plataforma, bucean las orcas. Preciosos cetáceos, en apariencia inofensivos, que vigilan las orillas del hielo con el fin de atrapar el descuido de pingüinos y leones marinos. Encuentran en la necesidad del otro una sencilla forma de subsistencia. Me pregunto qué ocurriría si algún día desapareciesen sus presas. Las orcas no se cuestionan nada de eso. Las orcas solo piensan en sobrevivir.

Me estremezco al leer la nota recibida por un médico de Ciudad Real por debajo de su puerta. En ella, un usuario de la lengua castellana (no he encontrado otro apelativo más inocuo para dirigirme a él), le solicitaba que, dada su labor de riesgo en el hospital ayudando a otros vecinos a doblegar la enfermedad, se fuese a vivir a otra parte. Probablemente sea un vecino educado, de esos que dan los buenos días al entrar en el ascensor, que se interesan por el parte meteorológico, que salen a su balcón para aplaudir su propia hipocresía. Probablemente sea un vecino con miedo a contraer la enfermedad, pero con una extraordinaria valentía para -envuelto en la nocturnidad de un vestíbulo-, agachar su dignidad, y deslizar su afilada espada de papel bajo la puerta de aquellos que tendrán que defenderlo algún día. Supongo que ese vecino es de los que piensan tan sólo en sobrevivir.

Me quedo con los leones marinos. Esos que arriesgan el futuro buceando en pasillos y quirófanos, que se dejan los leucocitos de habitación en habitación para salvar la vida de vecinos de los que conocen tan sólo su historia clínica. Me quedo con los leones voluntarios que realizan la compra para los ancianos, que les traen sus medicinas, que les llaman por teléfono o regatean con ellos la soledad en sus domicilios. Me quedo con los leones que me cobran en el supermercado, con los que reponen las mercancías, con los que las transportan desde las fábricas. Me quedo con los que acompañan a los enfermos de cáncer para que no capitulen ante ese enemigo, eclipsado por el virus pero tan despiadado como antes. Me quedo con los leones de las farmacias, de las gasolineras, los taxis, los autobuses. Me quedo con todos esos leones marinos de piel elástica que arriesgan su hogar a cambio de una vida.

A los leones marinos les encanta el iceberg donde vivo. Hay una zona muy apreciada donde les gusta descansar de las duras jornadas. Es una llanura elevada, desde donde pueden divisar los bancos de peces mientras reciben el calor de un sol que les aplaude desde los balcones. Cada madrugada, me esfuerzo por mantener alisado el terreno donde reposan. Es lo único que puedo hacer por ellos, pero estimo que lo agradecen pues cada día acuden más. En el otro extremo del iceberg se concentra un grupo de orcas siempre atentas a un descuido. He asumido que tengo que vivir con esa incertidumbre. Las orcas sólo piensan en sobrevivir. Lo único que debemos hacer los leones marinos es aprender a esquivarlas.