Llevamos un mes sin que los más enamoradizos conozcan sirenas por las calles. Ni tú ese príncipe verde quizá rana azul que buscas en los bares del centro. De cortoplacismo llenas, las miradas de los políticos están cada vez más lejos de ser las nuestras. Ningún niño superaría el examen final de este último trimestre en España. Los políticos que no sabían que la vida les iba a examinar de virología tampoco parecen haberse enterado de que están cateados. Málaga sigue ahí fuera y yo dentro de mi casa.

Vox no deja ser la oposición necesaria al PP. Podemos y los nacionalistas no dejan gobernar al PSOE. El PP no se ve casado con Sánchez ni Pedro se ve en pacto de estado con Pablo -Casado-. Quienes han sufrido al virus en carne propia saben de la necesidad de estar unidos contra su devastación. Quienes lo siguen viendo como una película, bien porque aún no les ha tocado con su corona real llevándose a un familiar cercano o bien porque siguen cobrando y no les ha hundido económicamente con la amenaza de la miseria, siguen protestando porque no pueden hacer footing en su casa ni irse de copas al bar que sigue cerrado. Y nosotros en casa, encerrados, y en Málaga la lluvia en el estallido de la primavera y esos jabalíes corriendo por el Limonar y esos patos silvestres caminando por las calles vacías cercanas a la laguna de la Barrera en la zona alta de Teatinos.

Nadie sabe qué hacer con las mascarillas que casi nadie tiene y que aún a casi nadie le dan. Como nadie puede lavar cada noche el uniforme a sesenta grados y volver al trabajo al día siguiente (quienes trabajan con uniforme deberían tener siete para volver secos y limpios por las mañanas al trabajo) El propio colegio de farmacéuticos de Málaga ha tenido que expedientar a algunas farmacias por especular con esa carencia, vendiendo por encima de su precio atesoradas mascarillas que, por otro lado, siempre sentimos por sentido común que, como lo eran para los ciudadanos asiáticos acostumbrados a bregar con los virus, también para nosotros debían de ser necesarias. La de las mascarillas ha sido otra instrucción más de las poco instruidas. Las llevan al cuello esos jardineros municipales que miran cómo los miro desde mi terraza que aún no he terminado de pagar (ahora pienso en ello más que nunca había pensado, ni en la crisis pasada no pasada del todo, ni en veinte años que llevo pagándola junto al salón y los tres dormitorios y el pasillo y los dos baños y el trastero y la plaza de garaje y el lavadero cada vez que llega la mensualidad de la hipoteca)

Cómo trabajar con la mascarilla puesta si es molesta, deben de pensar tantos empleados de la construcción, algunos repartidores, algunas de las personas que están en la cola del supermercado, los temporeros que sudan agachados una junto al otro en el campo, algunos en el autobús, los jardineros que me miran con las mascarillas bajadas. Los médicos no se las quitan.