Lo que hace aún más dolorosa la muerte de Luis Sepúlveda es que se haya producido tras un largo y fragoso combate de más de mes y medio, en el que habrá podido ver a veces la luz y otras la oscuridad, con la incertidumbre vital de un mal de desarrollo tan voluble. Imaginarlo así por unos momentos, tratando de ponernos en su cuerpo y notando siquiera un lejano reflejo de su dolor, es un modo tal vez de orar con él. Otro, recordar, dejando incluso a un lado la grandeza enorme de su literatura, el compromiso permanente a lo largo de su vida con todas las causas nobles, la perseverancia en unas creencias civiles que le venían del corazón más todavía que de la cabeza, su patriotismo de la humanidad (que le permitió hallar una patria verdadera en la ciudad de adopción, Gijón) y una generosidad y grandeza de espíritu que le habían llevado a amar de modo práctico incluso a sus colegas.