Cualquier atisbo de luz es un cristal que se empaña con el vaho zaino que amontonan las matemáticas de los telediarios. El optimismo, a veces, irrumpe como una entelequia que derrama provocación. Por desgracia, el baile de cifras le insufla afilado aire a quienes tantas veces nos han refregado con soberbia que, al fin y al cabo, las personas solo somos números.

Mejor no pensarlo. Sigamos el camino leal que sostiene la cultura hasta cuando los políticos, que coleccionan ceros en el ambicioso extracto bancario, se apresuran a colgarle el eterno sambenito de 'asignatura maría' para tener una coartada con la que expulsarla del paraíso presupuestario.

Al menos, son días que en su complejidad retratan a quienes en verdad se entregan al servicio público y a quienes lo usan a golpe de conveniencia y tarjetazo. A quienes se regodean en la poltrona facilona del erario común mientras el pueblo que vota no llega a fin de mes, pero agudiza su sensibilidad para abrazar balsámicas canciones o libros de imaginación voladora y mirarse al evocador espejo que cincelan las imágenes en bucle del buen cine. A los ojos de quienes se creen los manijeros de una obra de títeres, tales autores quizás solo sean mentes peligrosas que aciertan a escapar de la penumbra tenebrosa que ellos acostumbran a imponer. Sin ir más lejos, es gente que, como siempre nos cantará Aute, reivindica el espejismo de intentar ser uno mismo. Y eso no interesa.

La cultura, como acertaba en relación a la poesía una viñeta de El Roto, es una poderosa arma cargada de desinfectante. Un aliento tan sincero que brotó con naturalidad contra el tedio del confinamiento. En esa senda espontánea y apasionada que despliega la creación también resuena, y puede que esto sea lo inquietante, una forma de entender el mundo que nos explica -más allá del discurso de los gobernantes- lo que ahora mismo acontece al otro lado de la ventana. Rara es la tarde que no cae delante de la voz solidaria que regala en sus redes El Kanka. Y qué vulnerable es la sintonía del informativo cuando me invita a refugiarme, otra vez, en los versos de un poeta que alarga la sangre literaria de su padre, Álvaro Campos Suárez: «Una vida vale tanto como todas las muertes de la historia».